Macao es una región autónoma de la costa sur de China continental, en el continente asiático, a 16,371 kilómetros de Caracas, Venezuela.
Es considerado como uno de los países más densamente poblados del mundo, con más de 600 mil habitantes en una superficie de 28.2km. Su economía depende del juego y del turismo, por lo que se le conoce como “Las Vegas de Asia”. Hoy es uno de los países más ricos del mundo. Por ello, la venezolana Vanessa Pachano decidió mudarse a ese otro continente para surgir junto a su hijo de nueve años de edad.
«Lo que me trajo a Macao fue la condición económica que tienen. Macao no tiene pobreza. Mis compañeros de trabajo, que ya habían estado en Asia, me decían: ‘si te vas a ir, vete al otro lado del mundo’. Yo sabía que ni Israel ni Asia ni China continental me iría, por extremismos culturales», comenta Pachano, de 39 años de edad, quien emigró en 2017.
«A los cuatro días nos recibió el tifón más grande. La gente sufría porque no había agua ni luz. ¡Pero imagínate! ¡Yo venía de Venezuela, con los cortes eléctricos y la falta de agua!».
Adaptarse a una nueva región fue su mayor reto. «El choque cultural es muy grande cuando llegas. A mí me pasó con los olores. Todo huele totalmente distinto. A mí me huele a neftalina porque es una ciudad muy húmeda. Me huele a soya. Al principio fue eso lo que me sorprendió, pero también estaba asombrada de los 30 km cuadrados. Es como decirte El Cafetal. Eso sí, son muchas torres. Es el país más densamente poblado del mundo. Pero tú no lo sientes. Vives en ‘pajareras’. Yo vivo en el piso 21. Pero hay edificios de 46 y 60 pisos», explica la monaguense.
La Licenciada en Educación Preescolar, egresada de la Universidad Católica Andrés Bello, luego de tener varias ofertas de trabajo en México, Tailandia, Indonesia, Colombia y Mongolia, se decantó por Macao.
La ciudad fue colonia portuguesa hasta 1999 cuando pasó a ser un país con dos sistemas y estar en transición a China por 50 años. Por tal razón, en la actualidad, Macao, al igual que Hong Kong, tiene gran influencia portuguesa, según señala la misma Vanesa.
Aunque el idiomas oficial es el cantonés y el portugués, Pachano explica que en su mayoría se entienden en inglés.
Aunque a la fecha no existen cifras oficiales del número de venezolanos en Macao, Vanessa asegura que el grupo es muy reducido.
«Aquí los venezolanos que están son pilotos, en su gran mayoría, algunos arquitectos y otras como host. Somos como 16 venezolanos en total», señala. «Cuando llegué éramos tres. A uno lo contrató la compañía y empezó a decirle a sus compañeros para que enviaran sus currículum. Es gente muy joven, de unos 30 años promedio», agrega.
Pachano asegura que su migración ha sido muy distinta al denominador común porque ella llegó vine con trabajo. «Lo mío fue una elección: yo me vine con trabajo y puedo seguir aplicando como maestra internacional», dice.
La nostalgia
«El primer año no te pega porque estás muy enfocado en la supervivencia; en trabajar. La primera nostalgia la sufres en Navidad. Cuando yo llegué en agosto de 2017, creo que lloré dos días seguidos el 24 y el 25 de diciembre. Estás muy solo. La gente se muda en familia o soltera. Yo estaba con mi hijo. No es igual: si no estás casada es difícil que te inviten a cenar o a casas. Esa Navidad la pasé sola con una amiga venezolana que su esposo volaba. Yo soy de las pocas mujeres que acá trabaja. La mayoría de las mujeres que vienen es porque sus esposos tienen su trabajo. Por eso me es difícil encajar», dice la maestra de preescolar, oriunda de Caracas pero que vivió seis años en Maturín, estado Monagas.
Su hijo, de nueve años, le ha hecho ver la Navidad como sinónimo de alegría y de ilusión, pese a estar lejos de los suyos.
Pachano cuenta que el primer año de su llegada a Macao no hizo hallacas, prefirió comprarlas en Hong Kong, como lo hacía una amiga de ella que tiene 20 años ya en la región. El segundo año sí se aventuró aunque fue una hazaña culinaria.
«Ese año terminamos envolviendo las hallacas en papel de aluminio. Las hojas de plátano, no sabíamos, y nos las vendieron sin ahumar y así es más difícil utilizarlas. En Youtube tuvimos que buscar ‘cómo hacer hallacas sin hojas de plátano'», recuerda jocosamente Pachano.
Este año, aún en medio de la pandemia del Covid-19, la preparación fue mucho más planificada.
A finales del mes de noviembre, Pachano se organizó junto a sus amigos paisanos y compraron los ingredientes. Esta vez, las hojas de plátano no fueron impedimento para la fiel elaboración de uno de los platos tradicionales en Venezuela, en la época decembrina, como lo es la hallaca.
«Las hojas de plátano aquí las venden porque Filipinas está muy cerca y ellos tienen mucha banana y de distintos tipos. No tienen nuestro plátano. Pero las consigues porque ellos también cocinan con esas hojas. Las consigues muy frescas pero sin ahumar. Esta vez uno del grupo se encargó de ahumarlas. Prendimos la candela y lo hicimos con agua con vapor», dice Pachano al tiempo que explica que encargó los kilos de la harina amarilla que necesitaban a través de una plataforma digital en Hong Kong. «La compramos a 2,50 euros, precisa.
«Este año las hicimos con todo. Acá consigues hasta el papelón. Como entre nosotros somos de regiones distintas de Venezuela decidimos hacer la hallaca común, sin nada extraordinario. Nada de huevo, de garbanzo o de papa, que son muy típicas para algunos», dice Pachano. Ella y sus amigos se reunieron un día para picar y preparar el guiso; y al día siguiente para armar y forrar las hallacas, mientras adaptaron la receta según el recetario del chef venezolano Armando Scanonne y los tips de su colega Sumito Estévez. En total fueron 98 hallacas las que hicieron.
«Como nadie tiene ollas de tamaño gigante, porque acá vives con todo lo mínimo, cada quién cocinó sus diez hallacas, de ollita en ollita. Yo las he ido rindiendo. Aún me quedan 4», dice Vanessa, las cuales pretende rendir para cenar junto a su hijo en noche buena.
Huérfana de país
Pachano explica que fue durante la declaración de la pandemia del Covid-19 en China cuando se sintió desprotegida y sola.
«Lo del Covid aquí comenzó el 20 de enero. Se habló del virus y de mascarillas. Mucha gente decidió regresar a sus países. Lo más frustrante es saber que no tienes un país a donde regresar. Sí, tienes un país porque en Venezuela naciste, pero es muy difícil volver. Yo emigré pero yo me siento como una persona que está trabajando afuera, pero sin país», sentencia vía Whatsapp.
Vanessa es divorciada. Desde que emigró, su hijo de nueve años de edad no ha visto a su padre.
«Mi hijo está consciente de la situación y de los riesgos que corremos. Ellos se hablan, se cuentan todo a través de Whatsapp. En mi caso, mi mamá ha venido dos veces a visitarme. Pero yo no he visto ni a mi papá ni a mi hermana durante tres años», señala.
Aunque en su rol como maestra internacional, que en la actualidad desempeña de manera presencial con el estricto protocolo de bioseguridad, ella asegura ha podido materializar su meta de conocer mundo, el estar lejos de los suyos es una añoranza contínua y una preocupación sostenida en el tiempo.
«Mi papá es insulinodependiente. En Europa te cuestan 65 euros; en Venezuela te cobran 85 dólares tres paquetes. Hay una inflación en dólares. El cambio que yo dejé en 2017 fue de 24 mil bolívares; ahora ya es más de un millón», dice.
«Uno vive en una angustia constante. Además que cuando tú tienes a tu familia en Venezuela, tú te sientes responsable económicamente de que no les falte nada, de hacerles la vida un poco más llevadera», agrega.
Recuerda que salió del país decidida no solo en conocer mundo sino también en recuperar su libertad y capacidad de elección. «De las cosas que yo sentí en Venezuela es que yo sentí que me estaban robando mi vida. La gente no debe perder su vida luchando en contra de un régimen, sin sueños, sin esperanza, sin capacidad de planificación. Yo en Venezuela ganaba bien. Ganaba en dólares. Mi problema principal no fue el económico».
Explica que en un momento sintió que el país la estaba botando.»En 2017 estaba la situación álgida con el tema de las protestas en Venezuela. A mí me cancelaron el vuelo porque dejaron de volar repentinamente. Hubo muchos vuelos que cancelaron. Tuve que comprar otro pasaje que me salió carísimo. Además, me robaron dos días antes de irme. Eran las ocho de la mañana. Estaba en un semáforo en Caracas. ¡Nunca en mi vida me habían robado en Venezuela! Tenía los vidrios arriba, y un tipo llegó en moto y con el arma, me pidió el celular».
La ruta que tomó en ese entonces fue Caracas-Madrid-Beijing-Hong Kong-Macao. Hoy, tres años después de esa decisión, Pachano, aún con un halo de tristeza, no se arrepiente y ya visualiza Europa como norte y paso siguiente.
Soñar sin límites
De su proceso migratorio, por ahora, señala como lo más engorroso el trámite de pasaporte. El de ella está vencido y aún no le ha llegado.
“Yo no tengo libertad de movimiento, si a mi me da la gana de irme mañana por tema salud yo no puedo salir. Es un derecho que se nos ha vulnerado. Se convierte en tu gran talón de aquiles cuando vives afuera”.
Dentro de lo más satisfactorio, Pachano se siente orgullosa de pertenecer a ese grupo de venezolanos que trabaja y se levanta pese a las adversidades y vicisitudes que, como migrante, se puede encontrar.
«Me sorprende la capacidad de adaptación de los venezolanos. Sentarse y pensar qué hacer, aunque te desesperes. La resiliencia ante las adversidades es impresionante”.
De las cosas que además detalla la han llenado de satisfacción, en lo personal, es tener la capacidad de conocer mundo. Ha viajado por Camboya, Vietnam, Filipinas, China, Hong Kong. Japón es un destino pendiente, por ahora, pues el coronavirus le cambió sus planes.
“A pesar de no tener a la familia conmigo, me ha hecho feliz viajar, y conocer una visión del mundo, más amplia en el ámbito cultural. Mi mensaje hoy día sería recordar que nunca hay límites. Uno nunca debe pensar en pequeño. Hay que pensar en grande. A veces nos limitamos mucho. Debemos siempre tener foco y visualización”, sentencia.