En la casa de Glenda Boscán tiemblan las paredes, los resplandores de las explosiones iluminan por los vidrios congelados de las ventanas y los bombillos no se encienden en las noches para protegerse de posibles ataques. Es su nueva rutina, una que comenzó el pasado 24 de febrero, cuando las tropas del Ejército ruso invadieron Ucrania, y aún no termina.
Konotop, en la provincia de Sumy, al noreste de Ucrania, fue una de las primeras ciudades en ser sitiada. Su posición geográfica, limítrofe con la frontera entre ambos países, la hizo un territorio usado por los militares rusos para su avance hacia Kyev, la capital ucraniana, a solo 257 kilómetros de distancia, que ha sido constantemente bombardeada.
«El primer día de invasión entraron por aquí (por Konotop)», recuerda Glenda, una falconiana que vive en la ciudad desde el 2018. Había pasado menos de 24 horas desde que Vladimir Putin, presidente de Rusia, autorizara la operación militar sobre Ucrania cuando ya las tropas se encontraban en la localidad. A ella, junto a su hija, su esposo y sus suegros, se les ha hecho imposible escapar.
Ante la resistencia activa de la población, compuesta por alrededor de 80.000 personas, las tropas rusas amenazaron con «arrasar hasta el suelo» la ciudad si no había rendición, según Artem Semenikhin, alcalde de Konotop. Con bajas posibilidades para defenderse, la comunidad decidió parar el enfrentamiento y evitar un despliegue aún mayor de invasores.
Desde entonces, el territorio está tomado por las tropas rusas. Glenda lleva la cuenta del tiempo: han sido tres semanas de invasión, de miedo y de angustia. La orden principal de las autoridades locales ha sido resguardarse en los hogares o, de ser necesario, en los refugios. Implantaron un toque de queda para después de las 5 pm y, tras el anochecer, se recomienda apagar las luces para evitar que los militares tengan un blanco al cual apuntar.
«Al salir de casa te encuentras con muchos tanques rusos alrededor. Te mandan a parar para revisar tu documentación y saber si llevas armamentos», dijo Boscán en conversación telefónica con Venezuela Migrante. Todo el transporte de la ciudad está paralizado, incluidos los trenes, cuyas vías fueron destruidas para cortar la circulación.
«El techo pareciera que fuera a salir volando»
Los ataques rusos en Sumy han sido intensos. Decenas de infraestructuras, como escuelas y el ayuntamiento (la sede del gobierno local), han resultado afectadas, según imágenes difundidas por el Ejército ucraniano. Sin embargo, aunque comenzaron siendo lejos de la casa de Glenda, cada vez se sienten más próximos.
«Vemos los destellos de los bombardeos. Se sienten con contundencia. El techo pareciera que fuera a salir volando; las ventanas vibran y pareciera que fueran a reventarse los vidrios. Es desesperante porque uno no sabe si algo de eso va a caer sobre tu hogar», afirma, desesperada por una solución.
Su hija, Sofía, tiene ocho años. Es venezolana, pero habla perfectamente el idioma ucraniano de su padre, un informático al que Glenda conoció en Caracas. Al poco tiempo se comprometieron y se casaron en 2018, en Ucrania, su nuevo país de residencia.
Los estruendosos ruidos, las conversaciones de los adultos y la programación en la televisión han hecho a la niña adecuarse a la nueva realidad. Ya no hay escuela y las salidas son más limitadas, a pesar de los esfuerzos de su madre por entretenerla.
«No quiere comer, está de mal humor, a veces le cuesta mucho dormirse y llora», cuenta Glenda. En ciertas ocasiones la deja salir de la casa para jugar con su mascota, pero igual reconoce sus nervios. Prefiere ocuparla en otras actividades como el dibujo, el estudio y la lectura, dentro de la seguridad del hogar.
«Esto no es fácil vivirlo. Casi no duermo, no descanso mucho con todo esto que está pasando», se lamenta Boscán.
Una complicada evacuación
Los intentos por iniciar la evacuación de la población civil tienen semanas en toda Ucrania. Sin embargo, en algunas regiones, sobre todo las del este del país, la implementación de corredores humanitarios se ha complicado debido al asedio militar.
En los últimos días, el Ejército ruso ha bombardeado edificios residenciales y objetivos civiles. En Chernígov, a unos 170 kilómetros de la residencia de Glenda, un grupo de civiles sufrió un ataque ruso mientras hacía una fila para comprar pan el pasado 16 de marzo. Diez personas murieron, de acuerdo con el Servicio Estatal de Comunicaciones Especiales y Protección de la Información de Ucrania, a causa de disparos infligidos por las tropas invasoras.
Ese mismo día, pero en Mariupol, los rusos bombardearon un teatro que servía como refugio para cientos de vecinos de la ciudad, según el Gobierno ucraniano. Y el 7 de marzo, en un corredor humanitario en Irpin, a las afueras de Kyev, otro bombardeo ruso acabó con la vida de una familia que usaba el trayecto para huir del país.
En la región de Sumy, por su parte, los corredores humanitarios apenas pudieron ampliarse el pasado 14 de marzo. Según Dmytro Zhyvytsky, jefe de la administración regional, las rutas de evacuación se habilitaron en Trostianets, Lebedyn, la capital Sumy, y Konotop, donde reside Glenda y su familia.
Para ellos no es fácil salir de Konotop. Las calles están enlodadas, el transporte es mínimo y los riesgos de encontrarse entre fuego cruzado son altos. «Estamos en medio de dos poblaciones en conflicto», explica Glenda.
Boscán ha hecho varios intentos por salir del país. El más reciente fue el 12 de marzo, junto a su hija, cuando fueron a la estación de autobuses en busca de algún taxi o alguien que les diera un empujón hasta Sumy. Allí permanecieron durante tres horas, bajo un intenso frío de -7 grados, pero no consiguieron transporte.
«Nadie quiere salir de sus casas, y en sus carros mucho menos porque pueden ser atacados», asegura. A Glenda y a su familia le han ofrecido alojamientos temporales en España, donde vive un familiar, o en Luxemburgo, donde una connacional la contactó a través de las redes sociales. Sin embargo, al menos por ahora, lo más complicado es salir de Ucrania.
Independientemente del resultado, su esposo no la podrá acompañar, pues la ley marcial decretada por el Gobierno ucraniano le obliga a quedarse a defender el país. A Glenda, tal como le ocurrió al abandonar Venezuela en 2018, le tocará otra vez dejar familiares atrás.