Durante décadas esta economía ilegal ha sido una fuente de ingresos para miles de familias dentro del país. Ahora, con la crisis al otro lado de la frontera, el narcotráfico ha incorporado una mano de obra extranjera que resulta más vulnerable en medio de un conflicto armado ajeno. Personas de las etnias yukpa y barí en Perijá se están sumando a tareas hasta ahora desconocidas.
Por La Liga Contra el Silencio
Después de tres meses fuera de su comunidad en Venezuela, José*, un indígena de 19 años, cruzó la frontera con las manos y las piernas manchadas de negro. Tenía la piel herida con grietas profundas en sus palmas y sus dedos. Los brazos con sarpullido y también con heridas como de arañazos. Pero en el bolsillo llevaba tres millones de pesos colombianos, un ingreso difícil de conseguir donde vive.
José venía de un lugar que todos en su comunidad han escuchado; algunos lo conocen y pocos quieren decirlo en voz alta. Él cuenta que todo comenzó cuando unos hombres con acento colombiano llegaron en 2018 a su territorio en la Sierra de Perijá, contrataron a algunos indígenas y les dijeron que se fueran a raspar coca. En esta región habitan los pueblos yukpa, barí y japreria, ubicados principalmente en el municipio Machiques. “No entendíamos mucho de qué se trataba. Primero se fueron algunos a riesgo, y luego que volvieron nos contaron a los otros”, dice José.
En el grupo de pioneros estaba su hermano. De allá vino vestido “diferente”, recuerda José. Cuando volvió a la comunidad le llamó la atención que su hermano tenía unos pantalones nuevos enrollados en la pantorrilla, unos zapatos de goma que veía en la televisión cuando bajaba al pueblo y una camiseta con colores llamativos. “Yo también quise ir para ganar dinero. Le dije que me llevara hasta donde estaba trabajando para poder comprarme lo mismo”, recuerda ahora.
José vive en la Sierra de Perijá, en el estado Zulia, al occidente de Venezuela. Esta es una zona que limita en Colombia con La Guajira, el Cesar, Catatumbo y Norte de Santander. Este último es el departamento de Colombia más afectado por la coca. Allí, con 40.116 hectáreas registradas en 2020, están cuatro de los diez municipios con más arbustos, incluido Tibú, que encabeza la lista nacional. Allí se concentra el 13,5 % del total cultivado en el país.
En las primeras vacaciones que tuvo de sus clases en 2019, José decidió cruzar la frontera con varios compañeros yukpas y otros de la etnia barí. El trayecto duró entre 10 y 12 horas. Una hora desde su comunidad hasta la carretera Machiques, Colón en el estado Zulia; entre tres y cuatro horas en un bus que los llevó hasta el sector El Cruce, en el municipio Jesús María Semprum. Desde allí 15 minutos hasta llegar al puente del río de Oro. Hasta este punto es territorio venezolano. En ese lugar esperaron unas canoas que los llevarían por el río de Oro y, en adelante, el trayecto puede durar entre seis y ocho horas, dependiendo de la crecida del agua, hasta llegar a territorio colombiano.
A partir de ese momento van pidiendo “listas y nombres” en varios puntos del recorrido, recuerda José. No todos pueden viajar: solo pasan los que van a trabajar con coca. Cuando José llegó a una zona llamada La Cooperativa, en Colombia, se sumó a otras nueve personas. Había indígenas barí, yukpas y wayuu. Otros de los hombres que integraban el grupo eran de los estados Mérida, Trujillo y Zulia.
Allí los dividen según el trabajo. “Deciden quién va a ser raspador, fumigador, abonador, machetero o recolector. Te dicen lo que vas a hacer, pero debes tener un combo, ir con otros compañeros. Si eres nuevo, te unes a un combo de siete, de ocho o de 12 personas”, explica José. Los “combos” dependen del tamaño de las hectáreas que tiene cada “patrón” o dueño de finca. “Los patrones pueden tener de ocho a 10 hectáreas de coca. La raspa puede durar hasta tres semanas”, dice.
Cuando escoge a los hombres, “el patrón” informa que del pago se descuenta el dinero de la comida y el hospedaje. “La jornada comienza a las siete de la mañana y termina a las once, la primera ronda. Paramos para descansar y comer, y volvemos a las dos de la tarde y hasta las cuatro”, cuenta José. En la finca, los trabajadores más antiguos le explicaron cómo era el procedimiento: tomar la rama y jalar la hoja. “Los primeros días me saqué sangre en las manos”, recuerda.
Algunos son más expertos. “De una sola agarrada dejan la mata limpia. Uno puede tardarse en raspar, dependiendo de la hoja. Las matas son del mismo tamaño, pero hay tres tipos de hojas: la tempranera, la cuarentena, y otra más pequeña. La más difícil es la tempranera, es la hoja más seca”, explica José.
El pago se hace por arroba o 12 kilos. “No nos dan cantidad límite y solo nos dicen que quien saca más, gana más. Mi primera semana saqué 45 kilos en la mañana y en la tarde 24. Por cada arroba te pagan entre 8.000 y 10.000 pesos. Los días siguientes me puse las pilas”, cuenta.
José llegó sin saber nada, pero aprendió a raspar y a reunir las hojas en una cesta como las que se usan en los cultivos de café. Todo va a un saco que llevan a pesar y a cada quien le suman su trabajo del día. También le pagan por abonar, por machetear o cortar. “A los que machetean les pagan 40.000 pesos diarios y a ellos no les dan descanso. Por abonar también pagan 40.000 pesos el día, y por la fumigada 60.000 pesos, porque es un proceso muy delicado”, dice.
Carnetizados para raspar
Pronto en las comunidades indígenas de la Sierra de Perijá se corrió la voz: hasta tres millones de pesos mensuales ganaban los raspadores. Entonces la mayoría de los jóvenes quisieron ir. La crisis en Venezuela ha afectado a todo el país, pero especialmente a las zonas alejadas de las ciudades. La Comisión para los Derechos Humanos del estado Zulia (Codhez) ha advertido el “retroceso” de los derechos económicos, sociales y culturales de los pueblos indígenas en regiones como la Sierra del Perijá. Allí sobreviven afectados por la pobreza, las enfermedades, la intermitencia del servicio eléctrico, la falta de agua potable, la escasez de oportunidades laborales y las dificultades de transporte para sacar las pocas cosechas. La mayoría de las comunidades indígenas se alimentan de sus siembras, como plátano y yuca. Pero muchos padecen la desnutrición por falta de proteína.
La oportunidad de obtener ingresos entusiasma a la población. En el grupo que viajó en 2019 también estaba una maestra. El salario que ganaba dando clases, equivalente a cuatro dólares mensuales, no alcanzaba para vivir ni mantener a su familia. Eran 13.600 pesos colombianos. La mujer no regresó. Sigue raspando coca y coordina a quienes llegan al sitio para armar nuevos equipos de trabajo. “Hace como la logística para unir los combos”, explica José.
Otros bachilleres indígenas que habían entrado a la universidad también dejaron los estudios para irse a la faena. “La maestra y otras más se fueron. Algunas no aguantan, pero pueden trabajar en el bar o en las tiendas de La Gabarra”, cuenta José. En esto coinciden dos de sus compañeros indígenas, quienes están raspando desde que se inició la pandemia.
Subiendo por el río Oro se llega a La Gabarra, en Norte de Santander; uno de los centros poblados más cercanos a grandes cultivos de coca. Su economía depende en buena parte de ellos por la provisión de bienes y servicios, entretenimiento, y otras actividades que se dinamizan por la economía de la coca.
Al terminar los trabajos en la zona, reúnen a los trabajadores para el pago. José cuenta que en La Cooperativa les dan los pesos y algunas veces se van a La Gabarra. “Allá nos divertimos. Hay plaza, cantina, un burdel y hasta un cine. Allá vemos las camionetas de los guerrilleros y sus motos de marca”, dice.
Jesús*, otro indígena de 19 años, lleva tres trabajando en la zona. Dejó el bachillerato para ayudar en su casa. “Mis padres no estaban de acuerdo, pero cuando se dieron cuenta de que solo estábamos comiendo plátano, yuca, arroz pocas veces, y carne solo cuando un ganadero nos ayudaba, me dejaron ir. Cada vez que vengo comemos mucho”, cuenta ahora.
El interés por trabajar en los cultivos fue creciendo, pero también los indígenas entendieron los riesgos. Las faltas cometidas por otros empezaban a ponerlos en peligro. “Un indígena le robó 50 millones de pesos a un patrón. Lo vinieron a buscar y se lo llevaron. Está desaparecido. Hubo otros que robaron no solo la plata, sino la droga. De esos no se sabe nada”, cuenta Jesús.
Entonces creció la desconfianza, dice Pedro*, un tercer indígena de 22 años que también va a “la raspa”. Desde 2019 empezaron a censar a quienes trabajaban en la zona. Hicieron listas y hasta les dieron un carnet. “Ahí está el nombre, la comunidad y la dirección. Al que se equivoque, lo vienen a buscar”, dice.
José, Jesús y Pedro cuentan que tuvieron la primera oportunidad de raspar en 2019. En su pueblo antes no se hablaba de indígenas que hicieran eso en Colombia. Ahora los tres raspan, palean y machetean en las fincas, pero no quieren ser captados o reclutados. “La libertad es importante para nuestra cultura y nosotros podemos trabajar, pero no quedarnos a vivir con ellos”, dice José. Su hermano trabaja ahora en una ‘cocina’, donde se produce pasta base y cocaína de alta pureza.
“Nosotros no queremos ser de la guerrilla, queremos seguir trabajando en esto y lo que buscamos es que un día podamos trabajar en las cocinas, o en los laboratorios”, dice uno de sus compañeros. En esta estación solo pueden estar quienes llevan años trabajando. “Esos tres millones de pesos que yo me gané en tres meses, ellos se lo pueden ganar en un día”, dice José.
Estas labores son rentables para los indígenas porque en las zonas donde viven no hay trabajo. La crisis económica en Venezuela no les permite tener empleos estables, o ya no es rentable dedicarse a sembrar o trabajar en las fincas de los ganaderos de Perijá y La Villa del Rosario, en el estado Zulia. La desinversión y falta de apoyo a los productores ha agotado las fuentes de trabajo en las haciendas.
Forzadas a estar en medio de una guerra ajena
En la región donde trabajan estos tres indígenas manda el Ejército de Liberación Nacional. “La guerrilla controla todo. Hay dueños de fincas que aceptan que les siembren coca; otros no, pero lo tienen que hacer. La finca tiene un patrón que es el dueño de la tierra. Los patrones de nosotros son los de la guerrilla”, dice José.
Los indígenas cuentan que los guerrilleros usan pantalones negros con botas altas y camisetas blancas o negras. Solo unos pocos llevan brazalete en el brazo.
El Catatumbo es una zona en disputa entre grupos armados ilegales (el ELN, el EPL y disidentes de las FARC) que imponen el terror con masacres, asesinatos y amenazas. Todos ejercen control social con medidas y restricciones a la población. En ese contexto los venezolanos también se han visto inmersos en la guerra.
“Muchos venezolanos desesperados, y a menudo indocumentados, que cruzan la frontera a Colombia en busca de alimentos, medicinas y trabajo, están expuestos a los abusos que ocurren en el contexto del conflicto armado”, señala un informe de Human Right Watch (HRW) de 2019. Citando a la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA), el documento señala que hasta abril de 2019 al menos 25.000 venezolanos vivían en Catatumbo, aunque no se detallan cifras sobre la población móvil. Sí menciona cifras de asesinatos de venezolanos atribuidos a grupos armados: uno en 2017, cinco en 2018 y 15 entre enero y julio de 2019.
“El conocimiento limitado de los venezolanos sobre el conflicto armado en Colombia, sumado a las condiciones en las que viven y las necesidades que los impulsan a migrar, los vuelve más vulnerables al reclutamiento por parte de los grupos armados en la zona”, señala HRW.
José, Jesús y Pedro han sorteado la violencia, pero en la cadena de la coca hay otros riesgos. Ronald Rodríguez, investigador y vocero del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario, explica que los actores del conflicto armado y el crimen organizado aprovechan la llegada de la población vulnerable y la reclutan para diferentes labores en Colombia. “Desde el raspado de coca, la carga de productos de coca dentro de la ruta de caminantes, hasta la comercialización y microtráfico en las ciudades grandes y medianas”, dice.
En la frontera también crecen otros delitos como la explotación sexual de mujeres y niñas venezolanas. Para ellas denunciar o buscar ayuda las puede exponer a deportaciones, discriminación, maltrato y otros riesgos que aprovechan los grupos armados. “Para ellos es mucho más fácil desaparecer a un ciudadano venezolano que no está registrado, que no se tiene precisión de su ubicación. Esto ha generado que sean víctimas de organizaciones”, dice Rodríguez.
Todos saben, pocos hablan
En los pueblos de la Sierra de Perijá y en el municipio Jesús María Semprún del Sur del Lago, en Venezuela, la gente en las comunidades sabe de qué se trata el trabajo al otro lado de la frontera y los peligros que implica. Aún así, cada vez se unen más personas a esta actividad. Quienes los convocan están identificados en estos pueblos; muchos les temen, otros simplemente los ignoran. Las promesas que hacen a quienes los ayudan tienen que ver con el estómago. Una persona de la comunidad, que está en contra de estas actividades y ha enfrentado a los reclutadores, recibió amenazas. “Aquí la gente es pobre y lamentablemente el pobre por una bolsa de comida da el alma. Tristemente es así”, dice.
Esta fuente lamenta ver a jóvenes alejándose de sus estudios, por un trabajo que es rudo y afecta su salud. “Parece que eso se les olvida cuando se ven los bolsillos llenos”, dice. Dice que los identifica porque llegan enfermos cuando vienen de Colombia. “Las manos y los brazos cortados e hinchados, las piernas también. Algunos cuentan que quienes van a trabajar en las cocinas se enferman por el olor que despide esa mezcla que es muy fuerte. Se conocen porque siempre tienen las mucosas irritadas, la nariz, los ojos. Siempre tienen los ojos rojos”, cuenta.
En el trabajo se mantienen los que “sobreviven”, dicen los tres indígenas de la Sierra. Si se enferman deben costear su tratamiento. “Algunos se ponen feos y se hinchan porque lo que bota la hoja de coca los enferma. Tienen que comprarles unas inyecciones que cuestan 8.000 pesos y se las pone la guerrilla. Un hermano de nosotros se iba a morir. Él se tuvo que ir y no pudo volver. Al que le da reacción la coca, no puede volver. Ellos no quieren que se les enferme nadie, mucho menos que se les muera”, señala José.
*Los nombres fueron cambiados para proteger la identidad de las fuentes.