A su vuelta a Vigo, una de las actividades que más disfruta José Antonio es el paseo por los supermercados junto a su mujer, Simely. “Les impresionaba que hubiera tanta comida”, acostumbrados como estaban, lamenta su hija Raquel, a las largas colas por las que tenían que pasar en Venezuela, para adquirir productos de primera necesidad. José Antonio y Simely, ya en plena jubilación, han tenido una vida llena de matices. Difícil, pero feliz. Con riesgos, pero también con oportunidades.
A veces, las grandes historias empiezan cuando una persona que no tiene nada que perder, coge una pequeña maleta, compra un billete de barco y emprende su particular periplo, movida por su deseo de imaginar una vida mejor. Desde que José Antonio era muy pequeño, su vida estuvo impregnada del color verde esperanza.
En la década de los años 50, en plena dictadura franquista, más de un millón de españoles hicieron las maletas rumbo a América Latina, siendo Argentina y Venezuela los principales países de destino. Venezuela, que durante este período experimentó un importante crecimiento económico como consecuencia de la producción y exportación de petróleo, fue el lugar escogido por el protagonista de esta historia, José Antonio Fernández, nacido en 1940, en Ponferrada. Su hija, Raquel Fernández, rememora el viaje de José Antonio, el mayor de tres hermanos, criado en una familia de origen humilde, cuyas dificultades eran las propias de la posguerra.
A sus 10 años, la familia de José Antonio mandó al niño a estudiar a un seminario de Cambados, en la provincia de Pontevedra, donde se empezó a preparar para ser cura. A punto de cumplir los 18, el seminario ofrece a un grupo de estudiantes emigrar a Venezuela y José Antonio, con una mezcla de espíritu aventurero, ganas de ayudar al prójimo y falta de perspectivas en una España en blanco y negro, pone rumbo al otro lado del charco.
Era una época en la que los hijos e hijas de familias humildes “alquilaban huesos de jamón para poner en la sopa”, se movían en burro o la poquísima ropa que tenían debían usarla la semana entera. José Antonio decide migrar por necesidad familiar (sus padres no le podían ayudar económicamente). Raquel cree que, en el fondo, a su padre le gustaba la idea de irse a vivir a Venezuela.
Un mes en barco para arribar a Caracas
En 1957, más de 30.000 españoles emigran hacia América Latina. El 52% llegó a Venezuela, según las estadísticas oficiales. A finales de ese mismo año, José Antonio, sin su familia y con la única compañía de algunos de sus amigos del seminario, inicia una travesía de un mes en barco, desde Vigo a Caracas. Un viaje que, en palabras de su hija, fue muy duro. A su llegada a la capital venezolana, fueron acogidos por los curas que ayudaban a los estudiantes a asentarse en su nueva ciudad y les enseñaban los colegios en los que iban a impartir clases. “Fueron muy bien recibidos. Venezuela era un país muy abierto para acoger a inmigrantes”, explica Raquel.
Después de unos años dando clases en Caracas, José Antonio se da cuenta de que no quiere ser cura. Quería formar una familia. Su madre, narra Raquel, “se enfadó con él cuando salió del seminario, porque en aquella época era un orgullo tener un hijo que fuera cura”. Las familias que tenían un sacerdote pasaban menos hambre, que las que no lo tenían. Pese a todo, José Antonio sigue adelante con su decisión y empieza a dar clases de inglés en la Universidad Nacional Pedagógica, para asentarse como profesor universitario, uno de sus grandes sueños. No obstante, los comienzos en Caracas fueron duros, sobre todo, por la soledad y algunos trabajos precarios.
Profesor universitario en Londres
Cinco años después de llegar a Caracas, José Antonio conoce a su futura mujer, Simely Ochoa, venezolana de abuelos españoles. Junto a ella y su primera hija, Irene, José Antonio emigra a Inglaterra en 1978, después de haber conseguido una beca del British Council para dar clases en una universidad de Londres, donde residen varios años. Es el segundo viaje del profesor a la capital inglesa: antes de asentarse como becado, viaja por primera vez en 1976 para perfeccionar su inglés en la escuela de idiomas International House, gracias al dinero que había ahorrado en Venezuela.
En 1979, Raquel nació en Barcelona. Su madre no quería dar a luz en Londres debido al idioma. Este hecho fortuito le permite a Raquel obtener la nacionalidad española, a diferencia del resto de sus familiares, que en ese momento son todos legalmente venezolanos, incluido José Antonio. El empeño de la madre por dar a luz en Barcelona, pese a lo difícil que era moverse en aquella época, muestra la fuerza que acompaña a las migraciones.
Años después, la familia vuelve a Caracas, donde nacen los otros dos hermanos de Raquel: Juan Manuel y José Antonio. Más tarde, José Antonio (padre) consigue una plaza como profesor en Puerto Ordaz, al sureste de Venezuela, donde la familia pasa a instalarse. Cuando José Antonio empieza a trabajar como profesor universitario, años atrás, tiene que renunciar a su nacionalidad española para adquirir la venezolana. Décadas después, en 1995, obtiene la doble nacionalidad española para que sus hijos (excepto Raquel, que la adquiere automáticamente al nacer en territorio español) pudieran tenerla también. Por otro lado, Simely está actualmente en trámites para obtenerla. Trámites que son muy lentos.
Pero no solo los padres fueron migrantes. Raquel, que vivió en Venezuela, se mudó a Madrid en septiembre de 2001 para estudiar un máster e instalarse más tarde en Vigo, su ciudad actual. Su hermano José Antonio vive en Francia; su hermano Juan Manuel y su hermana Irene, en Londres. Las migraciones son inherentes al ser humano. Migramos para estudiar, para trabajar, por amor, para formar una familia, para buscar una vida mejor, por curiosidad o por otras mil razones o emociones. Lo hicieron las generaciones que nos preceden y lo harán las generaciones que vendrán.
Viaje de vuelta para seguir soñando
Con todos sus hijos ya instalados en Europa, José Antonio y Simely seguían viviendo en Puerto Ordaz. En 2013, Venezuela ya tenía muchos problemas políticos y económicos. Los hijos insisten a sus padres para que den el paso de vivir el resto de su vida en España. Ese año, José Antonio se enferma y tiene que ser operado del pulmón. Este suceso terminaría precipitando su regreso a España, en 2015, junto a su mujer Simely.
“Llegaron a Vigo justo en el momento en que Venezuela dejó de pagar las pensiones de los venezolanos jubilados aquí”, explica Raquel. Es un hecho que cambió por completo la vida de sus padres, que pasan a contar exclusivamente con una pensión por ancianidad para españoles de origen retornados, de unos 470 euros mensuales (que solo cobra José Antonio), así como el dinero que ingresan tras vender en dólares la casa que tenían en Venezuela.
El regreso fue difícil. Para Simely, mudarse a España significa dejar una vida atrás y también a su madre en Puerto Ordaz. “Creo que a ella le cuesta entender el humor y el carácter español, sobre todo, el gallego. Esto también pasa cuando mis hermanos vienen de Francia e Inglaterra. Mi papá, en cambio, siente que volvió a sus raíces”, detalla.
Vigo es una de esas ciudades gallegas en las que se puede apreciar la diversidad y la riqueza cultural en todo su esplendor. Galicia, de por sí, es tierra de migrantes. Cuando Raquel abre las ventanas de su casa, a su alrededor ve dos restaurantes de comida venezolana, tres tiendas con productos criollos, una cafetería y una panadería que regentan sus compatriotas. “Hay muchísima mezcla. Cuando llegué aquí había muchos venezolanos, pero no tantos como ahora. Es una locura”, reconoce.
José Antonio sigue disfrutando de la vida con su mujer, Simely, con la que reside en un piso de Vigo, comprado entre los cuatro hermanos. En palabras de Raquel, “fue el último sueño que tenían”.
Este texto también fue publicado en Público. Puedes verlo aquí