He aquí un relato construido a partir del testimonio de venezolanos que debieron regresar al país por la frontera venezolana con Brasil, durante la pandemia. El primero de ellos recuerda con precisión la expresión con la cual fue recibido al pisar el suelo patrio. En la segunda quedó grabada la bienvenida que le dieron en un hotel que fue bonito, amable y que ahora se encuentra en el abandono.
Santa Elena de Uairén. – Hay una expresión que marcó aquellos primeros minutos de Richard en el espacio dispuesto en la Aduana Ecológica de Santa Elena de Uairén para recibir a los retornados y en general a aquellos venezolanos que, por algún motivo, debieron regresar al país a pesar de las restricciones asociadas a la contingencia provocada por el COVID-19 (CV-19): “Qué bueno que les bajaron la condena. Ahora son solo ocho días”.
Santa Elena de Uairén es la ciudad venezolana en la frontera con Brasil. Se encuentra apenas a 15 kilómetros de distancia de la línea limítrofe y a 1.264 kilómetros de Caracas. De acuerdo con el informe Situación de los venezolanos que han retornado y buscan regresar a su país en el contexto del COVID-19, publicado por la Organización de Estados Americanos (OEA), en septiembre pasado, 6.000 personas de nacionalidad venezolana regresaron a su país a partir de la declaración de la pandemia utilizando esa vía.
Los retornados, en términos migratorios, son aquellos que regresan a su país de origen después de haber pasado un tiempo fuera, con voluntad de permanecer en ese otro país, habiendo cambiado su sitio de residencia. A ellos se suman (en esta odisea) aquellos que, a pesar de la pandemia y sus restricciones, se han visto obligados a volver tomando rutas no convencionales, como esta de la frontera hacia Brasil en el sureste extremo de Venezuela.
Richard pasó casi un año y medio en Brasil, en Foz de Iguazú, trabajando; pero, cuando se declaró la pandemia (marzo, 2020) y quedó desempleado, decidió volver.
En Brasil, el salario mínimo es de 1.045 reales, el equivalente a 254,9 dólares, de acuerdo con el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IGBE). Aun si Richard recibiera el auxilio de emergencia, un pago mensual de Rs. 600 (146$), realizado por el Gobierno Federal para aquellos trabajadores informales, microempresarios o desempleados, incluyendo a los venezolanos con residencia legal en ese país, debido a la pandemia, le hubiera resultado muy difícil tan sólo comer, pagar alquiler y servicios (agua, electricidad, aseo urbano).
Migrante, desempleado y en pandemia, Richard se mudó de Foz, en la frontera brasileña con Argentina y Paraguay, a Boa Vista, la capital del estado de Roraima, en la frontera con Venezuela. Pensó que le sería más fácil pasar este tiempo en una ciudad pequeña —284.313 habitantes (IGBE)— en donde ya residen 83 mil venezolanos, según los datos divulgados a propósito de la inauguración del Centro de Atención al Venezolano, a comienzos de octubre y, además, calculó que, estando más cerca de Venezuela, podría cruzar al abrir la frontera. Trataba así de evitar el tiempo de aislamiento. Pero, entonces, al factor económico se sumó una urgencia familiar, el cuidado de su abuela y, de emergencia, tuvo que retornar.
“Ingresé a Venezuela el día 19 de septiembre. Fui bien atendido por los militares, en un principio, nos recibieron a todos con estas palabras: ‘qué bueno que les bajaron la condena. Ahora son sólo ocho días’. Entonces, nos vinimos todos convencidos de que eran sólo ocho días. Pero ya van siete días y nos están diciendo que van a ser 15”, contó desde el lugar en donde cumplía con el aislamiento preventivo exigido por el Gobierno como parte de las medidas preventivas contra el contagio del CV-19.
“Esto definitivamente es un castigo hacia el pueblo, no es una medida preventiva contra el corona. Si el corona fuera como ellos dicen que es, ya estaríamos todos muertos”, cuestionó con respecto a la estrategia sanitaria en su séptimo día sin poder salir.
En la aduana, de los 33 sometidos, en ese momento, a la prueba rápida del CV-19 sólo dos resultaron positivos. Todos los negativos fueron llevados a un mismo Punto de Asistencia Socio Integral (PASI) y los positivos a otro. Richard se fue entre los primeros. Vestía un short, venía de Boa Vista, una ciudad de temperatura promedio de 30 grados centígrados en septiembre. El short entonces le quedaba ajustado a nivel de la cintura.
De la llegada, al primero de los hoteles en donde fue hospedado, recuerda las chiripas. Al entrar a la habitación, contó al menos media docena. Por eso, dijo, “muchos de los que estaban ahí se quejaron porque tenían niños chiquitos y se sentían, así como peligrando, no vaya a ser que le entre en la oreja, en el oído, en la nariz, una chiripa a los niños”.
De esos primeros días y de los siguientes recuerda las porciones de comida: “La comida súper poquita, mal preparada (…) Y, por otro lado, siempre te das cuenta, cómo, quienes sirven la comida, se llevan para el cuarto. Bueno, la otra vez pusieron cochino, que estaba sabroso y nos pusieron cuatro mini pedacitos que no daban ni para media porción de una persona, súper poquito. Se vio claramente cuando la señora que servía agarró y se metió por lo menos un kilo de cochino para adentro. De repente, sus superiores están pensando que mandan suficiente comida, pero los que sirven, sirven muy poquita y se encaletan la que les sobra”.
La dieta de un día cualquiera incluye una arepa de aproximadamente 10 centímetros de diámetro, rellena con un poco de queso, justo en el centro, al desayuno; un gran plato de arroz con mortadela, zanahoria y papa, al almuerzo y una panqueca en la cena. “Todos los días comemos mortadela. A veces, ves la mortadela que está como medio verdecita y todo. La vaina es una locura. Pero con el hambre, uno le mete. Cero frutas, cero jugos. Traen un hielo, que se acaba a la mitad del día”. En la medida de sus posibilidades, Richard les pedía a los militares que le compraran pan y mortadela en la panadería cercana, pero muy pronto se quedó sin dinero porque tenía que invitar tanto a sus compañeros de cuarto como a quien le hiciera el favor e ir y hacer la compra porque “ellos también tienen hambre”.
El mejor de los almuerzos, juzgo por la voz festiva del comensal, fue una pasta con pescado rallado. “Está buena”, dijo mientras comía.
Un día en aislamiento, contó Richard, es un día de espera: “Esperando órdenes, esperar a ver qué nos dicen y esperar a que llegue la comida”. En el primer hotel, las órdenes eran dadas por un sargento muy gentil de apellido Juárez y en el segundo por un militar de tono hosco de cuyo apellido Richard tal vez prefiere no acordarse. Los lapsos de espera se consumen entre conversas, revisiones y revisiones del teléfono.
Al igual que al llegar a ese primer hotel, al llegar al segundo, a donde fue llevado después de la primera mitad del tiempo de clausura, tuvo que pagar 10 dólares por el uso del Wifi (20 reales). Mientras los que tocan en una habitación con televisor, ven algún programa, los que no, juegan dominó.
En ese segundo hotel, Richard durmió en una habitación de 3 por 4 metros, es decir de 12 metros cuadrados, con otros tres hombres. El baño no tenía tapa de poceta.
El décimo cuarto día, a Richard, a pesar de sus dos pruebas negativas, lo dejaron un día más. “Actualmente se están violando los derechos humanos de todos porque es como una prisión, sinceramente es como estar preso y ni siquiera respetan la ley que ellos mismos han impuesto”, contó ya casi desesperado por salir.
Al final de la quincena, una noche de octubre, Richard, finalmente salió, con el mismo short que entró. Casi se le caía. Lograba introducir tres dedos entre la pretina y su abdomen.
Norte, sur, norte
En Boa Vista, la ciudad brasileña a 230 kilómetros de Santa Elena de Uairén, Mireya apenas almorzó, pasó una tarde cálida y durmió en una cama cómoda, después de haber dormido la noche anterior en un avión de la línea brasileña Azul, que la llevó desde el Aeropuerto Internacional de Fort Lauderdale hasta Sao Paulo, de allí a Manaos y luego a Boa Vista. Fueron 14 horas de vuelo. Once horas más de las que hubiera pasado a bordo de haber volado hacia Maiquetía. Sin embargo, Mireya recuerda que tanto el almuerzo del día en que llegó como el desayuno del día siguiente fueron muy buenos e igualmente la atención.
Ella, una profesional del área de la salud, viajó a Estados Unidos, Miami, invitada por su hija, para compartir con los nietos. Fue por 10 días. La alcanzó la pandemia y se quedó seis meses. Retornó a finales de agosto, ya desesperada por volver a su casa, en Caracas. El presupuesto, el compartir con los nietos, los paseos, todo lo que había programado para 10 días de vacaciones se fue agotando en 180 días de pandemia. Intentó tomar un vuelo humanitario y no lo consiguió. Intentó salir en un vuelo privado, junto a otros seis pasajeros y la salida fue frustrada por algún motivo del cual no recibió mayores explicaciones. “Yo estaba dispuesta a montarme en lo que fuera”, dijo.
Descartó la posibilidad de viajar por Maiquetía (Caracas) y compró un boleto para viajar por Brasil. “Fue un vuelo nocturno, que me permitió dormir mis ocho horas. Lo hice con gusto, tenía ganas de volver”, dijo una vez más. Por precaución, se hizo una prueba de CV-19 en Estados Unidos. Llevaba ese negativo al alcance de la mano, en el bolso que la acompañó durante el recorrido, pero en tan largo trayecto nadie se la pidió.
En Boa Vista, después de desayuno, subió al carro que ya habían contratado ella y sus dos compañeros de viaje —otros dos venezolanos con quien compartió la odisea— para ir hasta la frontera de Brasil hacia Venezuela. Fueron otras tres horas por la Br-174.
Llegó a Pacaraima, la ciudad brasilera en la frontera con Venezuela, al mediodía. Selló su salida del Brasil. Como la frontera permanece cerrada, Mireya caminó, arrastrando su equipaje, el trecho que separa las instalaciones de la Policía Federal Brasileña de la Aduana de Santa Elena de Uairén, aproximadamente 500 metros, pasando frente al Monumento de las Banderas, aquel sitio en donde los turistas venezolanos y extranjeros acostumbraban a tomarse una foto y en donde de unos años a la fecha sólo se fotografían los que se van del país con una mochila tricolor.
Al llegar a la aduana venezolana, recibió el número siete y, sin embargo, tuvo que esperar hasta que llegó la última persona del día para que se iniciara la jornada de despistaje de CV-19. Eran ya las 5:00 de la tarde. De los 42 retornados de ese día, sólo tres dieron positivo. Por tanto, fue enviada a uno de los PASI negativos.
De la llegada al hotel, junto a los otros 39 viajeros de resultados negativos, recuerda aquella impresión casi fantasmal que produce un lugar que fue bonito, amable y que, debido a la caída del turismo, se encuentra abandonado y aquellas palabras pronunciadas por un efectivo de la Milicia Nacional Bolivariana ya casi a medianoche a manera de saludo, pero con un tono que a Mireya le resulto de sutil sarcasmo: “Bienvenidos a Venezuela. Lamentablemente, los connacionales, así nos llamaban, ‘los connacionales’, que estuvieron en el hotel antes dejaron las habitaciones en malas condiciones y ustedes mismos tendrán que acondicionarlo todo”.
La cena llegó poco después en una caja plástica con tapa. Comieron pasteles con agua servida de un termo con dispensador.
Como Mireya expuso que sufría una dolencia crónica, que le impedía compartir la habitación, fue conducida a una habitación individual, no obstante, oscura, es decir, sin bombillo, sin sábanas; abrió la puerta del baño y se topó con una papelera y una poceta inmundas; en la ducha, el jabón estaba cubierto de pelos y las baldosas estaban pobladas por hongos que habían ido colonizando aquel sitio durante días.
Un miliciano le facilitó su tendido de cama —una colcha y una almohada satinadas— que ella utilizó para pasar esa primera noche. Durmió. Estaba agotada.
Al amanecer, desayunaron nuevamente pasteles y así lo hicieron durante los cuatro días que pasaron en ese primer hotel. Eran llamados a levantarse a las cinco de la mañana para que tomaran sus pasteles. Los almuerzos eran, por ejemplo, arroz blanco con una mínima porción de sardinitas refritas servidas en el centro. Mireya optó por utilizar diariamente un servicio de comida a domicilio que por 10 a 12 dólares diarios le llevaba al hotel desayuno y almuerzo; adicionalmente, también trataba de disponer de pan, queso, jugos y cambures para la cena. “Yo lo tomé como un retiro. Tenía libros, me gusta escribir. La mayoría de la gente pasaba el día en los celulares. Todo el mundo con sus mascarillas y su distanciamiento”, contó luego. La lencería limpia también llegó al segundo día, al igual que los productos, implementos de limpieza y dos mujeres que se encargaron de acondicionar las doce habitaciones y sus baños. Fue aseo rápido y sin esmero, según Mireya.
Mireya admite que realizó un contacto con el gobierno regional y que ese contacto le garantizó que la dejarían salir en tres días. Pero, al cumplirse los tres días, le dijeron que debía permanecer uno más y después ir a una posada pagada por ella hasta realizar la segunda prueba de CV-19 y tramitar el salvoconducto para salir del municipio Gran Sabana.
Al cuarto día de estar en Santa Elena, Mireya y sus dos compañeros fueron trasladados a lo que ella define como “una posada rural. Una infraestructura fea, pero cómoda, con sábanas limpias, agua fría y caliente”, localizada en una zona de mucha tierra y escaso asfalto, cerca de una panadería. Ya en el sitio, dijo, “nos dimos cuenta de que teníamos que pagar 20$ diarios”. Más 10$ o 15$ por concepto de comida a domicilio. Pasaron cuatro días más allí.
Recuerda también que en la parte frontal de la edificación había una bodega de venta de víveres alimenticios nacionales y brasileños. Contó que quienes atendían aquel segundo hospedaje eran parte del equipo que apoya el operativo cívico militar de recepción de los venezolanos que retornan en tiempo de pandemia. Esas mismas personas les comunicaron, una y otra vez, que debían esperar pues aún no tenían los salvoconductos ni el combustible para realizar el larguísimo viaje a Puerto Ordaz. “Yo me sentía ‘matraquiada’”, dijo Mireya, utilizando una expresión que en venezolano cotidiano podríamos traducir como una mezcla de burla y robo. “No sabía si estar agradecida o no”, dijo recordando al contacto.
Al cuarto día de estar en ese segundo alojamiento, el octavo día de aislamiento, finalmente le repitieron la prueba de CV-19. En la sede en donde les practicaron los análisis, una de las mujeres que hacía parte de aquel equipo le jugó una broma: “Tú saliste positivo”, me dijo. Pero no era más que un muy mal chiste, un susto incómodo, que Mireya reclamó como “de mal gusto”. Con sus pruebas negativas, Mireya y sus compañeros tramitaron sus salvoconductos sin inconvenientes.
Salieron de Santa Elena un último día de agosto en un Toyota Previa conducido por la esposa del dueño de la posada. Cada uno pagó por el traslado hasta Puerto Ordaz, a 604, 5 kilómetros de distancia, un monto de 300$. Durante el recorrido, pasaron aproximadamente 17 alcabalas. La carretera estaba en pésimas condiciones, se cruzaron con una infinidad de gandolas. Al pasar la ciudad de Tumeremo, a 378,4 kilómetros de Santa Elena de Uairén, el carro comenzó a fallar. Finalmente, tuvo que ser remolcado por una gandola y después por una grúa que no logró subir el carro a la plataforma por lo que —carro, conductora y pasajeros— debieron ser arrastrados hasta Puerto Ordaz durante seis horas.
En Puerto Ordaz pasaron la noche en una casa-posada, a donde fueron referidos por la gente del equipo y en donde pagaron 15$ por pernoctar una noche y algo de comida.
Finalmente, el viaje hasta Caracas lo hicieron en un carro ya contratado desde Miami que les cobró 400$ a cada uno. “Ese sí fue un viaje fluido, aunque con cantidad de alcabalas”, dijo Mireya. “Yo sabía que esto iba a ser una aventura y yo dije, esta aventura la voy a vivir y al final de la historia me queda la impresión de que Venezuela es un pobre país de corruptos”, expresó días después de aquella odisea que la llevó desde Norteamérica al sur de Brasil para entrar a Venezuela y volver hacia el norte, Caracas, por tierra.
De destino ansiado a paso de retornados
A mediados de marzo, cuando llegaron los primeros retornados por la frontera Venezuela-Brasil, en Santa Elena, una ciudad localizada a 1.256,7 kilómetros de Caracas, en el sureste venezolano, cundió el pánico. La pandemia apenas comenzaba. Era mucha la incertidumbre.
Santa Elena de Uairén es la capital del municipio Gran Sabana, el territorio ancestral del Pueblo Indígena Pemón y uno de los destinos turísticos de mayor atractivo dentro del país. En enero de 2013, 23 549 personas visitaron la Gran Sabana durante la temporada de inicio del año. Esto según una nota publicada por el diario Nueva Prensa de Guayana, citando como fuente la Gobernación del Estado Bolívar. Precisamente, esa misma nota, alertaba una caída del turismo con respecto a temporadas anteriores. El Lucas era uno de esos muchos hoteles a donde iban los turistas sólo para dormir una noche y seguir, por ejemplo, su ruta hacia El Paují, a 80 kilómetros de recorrido, la mañana siguiente.
En este nuevo contexto, sin turistas, en crisis y pandemia, el Lucas, un alojamiento modesto localizado en Brisas de Uairén, una barriada a 12 kilómetros del límite con Brasil, fue uno de los primeros hoteles de Gran Sabana, en recibir retornados.
Desconociendo aún el protocolo que implementarían los gobiernos nacional, regional y local para atender a quienes regresaban, los vecinos se alarmaron ante la posibilidad de que docenas de contaminados caminaran por las calles del barrio, procurando una panadería o una farmacia y realizaron una colecta para garantizar a los hospedados en el Lucas la comida. Luego, sin embargo, se conoció que el grupo estaba conformado por retornados con resultados negativos para CV-19 y que su alimentación sería garantizada por el equipo a cargo del operativo activado para atender la contingencia.
Ya en abril, un grupo alojado en el Hotel Patrona Dary, ubicado en Kewei I, puso a rodar en las redes sociales un mensaje reclamando por la comida, casi siempre bollitos de harina de maíz con sardinas fritas, una dieta especialmente contraindicada para los adultos mayores con diagnósticos crónicos de hipertensión y diabetes. También dijeron que algunos llevaban ya más del tiempo estimado de aislamiento, incluso siendo negativos para CV-19.
Casi siete meses después, el Lucas está herméticamente cerrado. Un empleado del gremio hotelero, contó que un grupo de retornados se negaba a salir de allí y que algunos habían causado destrozos. El mismo empleado comentó que sólo los alojamientos en extremo deteriorados o aquellos que son viviendas familiares se salvaron de recibir a los retornados y de pasar meses de ocupación y de daños con un mínimo beneficio económico. Una vecina confirmó que el Hotel Lucas había sido destruido, que los huéspedes fueron desalojados y que las instalaciones permanecían cerradas, pues no contaban con las condiciones mínimas para operar ni siquiera en tiempos de emergencia.
Es frecuente que algunos retornados se nieguen a salir de sus sitios de aislamiento, especialmente cuando sus casas se encuentran en ciudades distantes como San Félix, Maturín y El Tigre, principales lugares de origen de los migrantes venezolanos residenciados en ciudades brasileras como Boa Vista y Manaus, a tres y 11 horas de viaje de la frontera.
Esa negativa puede encontrar explicación en la dificultad para conseguir transporte en un momento en que los terminales de pasajeros del país permanecen cerrados y se necesita de entre 300$ a 400$ para llegar a Maturín o de 150$ si se viaja en gandola.
De Santa Elena apenas está saliendo semanalmente una buseta Encava con capacidad para 32 pasajeros hacia Puerto Ordaz. Una viajera relató que la buseta es privada y que trabaja para un militar que viene a la frontera a “comprar salchichas” y que en contraprestación lleva pasajeros sin costo de pasaje alguno. Sólo tienen que pagar Rs.100 (aproximadamente 20$) aquellos que llevan exceso de equipaje, sacos de comida brasilera u otros. El viaje es coordinado por la Alcaldía de Gran Sabana, precisamente para ayudar a salir del municipio a aquellos que permanecen varados.
Pero otros, como Ana, prefieren permanecer en Santa Elena a la espera de que se dieran las condiciones para volver a Brasil, especialmente la posibilidad de emplearse nuevamente. De hecho, Ana ya regresó a Boa Vista desde donde espera volver al estado de Bahía y conseguir empleo.
Transporte y comida: los imponderables
La alimentación y el tiempo de permanencia son dos de los aspectos más cuestionados por quienes han pasado ya sea días o semanas en algunos de los PASI-Gran Sabana.
Norbelia García, máxima autoridad en materia de Salud del Municipio Gran Sabana, se disculpó por no poder ofrecer un registro de los retornados, al momento de la entrevista a finales de septiembre pasado. Sin embargo, dijo que el equipo integrador (conformado por organismos de seguridad, militares, Gobernación de Bolívar, Alcaldía Gran Sabana, Protección Civil y personal de salud venezolano y cubano) trabaja con 18 alojamientos, entre hoteles y posadas, el más pequeño cuenta con 16 habitaciones y el más grande con 80.
En cuanto a los tiempos de permanencia, explicó que aquellos que arrojan resultados negativos son trasladados a los PASI-Negativos en donde pasan de 7 a 10 días. Dependiendo de la capacidad de transporte para la realización de las pruebas. Explicó que, si bien deberían pasar 14 días, se estima que todos completarán su aislamiento en los lugares de destino.
Quienes arrojan resultados positivos son llevados a los PASI-Positivos en donde se les practicará la prueba de Hisopado en un lapso que depende de la disponibilidad del material y del transporte para llevar la prueba al Instituto de Higiene “Rafael Rangel”, en Caracas.
“Sí, lo hemos hablado, pero escapa de nuestras manos”, dijo la médica en cuanto a la dieta de los retornados.
Retornar a Ecuador
Elizabeth, venezolana, regresó a Ecuador a finales de septiembre de 2020, después de haber pasado seis meses en su ciudad de nacimiento, Caracas, a donde viajó por motivos familiares a comienzos de este año, días antes de que se declara la pandemia.
Su testimonio surge como una referencia, un punto de comparación con respecto a cómo se está manejando el ingreso de personas desde el extranjero en otros países del subcontinente.
Para Elizabeth regresar no fue fácil. Sus esfuerzos por conseguir un vuelo se convirtieron en una seguidilla de frustraciones. Finalmente, viajó en un vuelo coordinado por el Consulado Ecuatoriano, con la exigencia —para los pasajeros— de que reservaran su aislamiento preventivo en Quito. Para ello les dieron una lista de opciones con precios, condiciones y ubicaciones distintas. Ella optó por una habitación doble por la cual pagó poco más de 30$.
Al llegar a Inmigración, en Quito, presentó su pasaporte, su reserva de hotel. Pero no su prueba PRC realizada en el país de origen, puesto que en Venezuela no pudo hacerla. Mas, “con las dificultades que hay para hacerse esa prueba en Venezuela, también te abren la posibilidad de hacerla en el medio del aislamiento”, dijo Elizabeth ya en Ecuador.
En el hotel, ella y sus dos compañeras de viaje eran las únicas huéspedes. No podían salir de las habitaciones. El conserje del hotel se encargaba de recibir y entregarles las tres comidas que solicitaban a domicilio. El domingo, al día siguiente de su llegada, el personal del laboratorio privado, también contratado por ellas, acudió para practicarles la prueba cuyos resultados negativos les fueron entregados el martes en la tarde. La PCR le costó 105$.
“Sólo esa noche se nos autorizó a salir, el conserje nos dejó salir a pasear, pero igual pasamos esa noche ahí, ya un poco más libres”, dijo, pues las tres residen en ciudades distantes en el interior ecuatoriano.
Por lo demás, el aislamiento depende de formas de control poco represivas: “Por ejemplo, a nosotros no nos dieron nunca llave de la habitación. Pero entiendo que se tomaban medidas así porque, al principio de la cuarentena, mucha gente se escapaba del aislamiento. De hecho, una familia salió del aislamiento y los multaron por eso. Ya después los hoteles tomaron más precauciones y no te daban la llave, para que no te fueras. Lo que sí es que es costoso el poder regresar porque pagas el pasaje, pagas el hotel y la comida. Si llegas del país en donde estabas con tu PCR y es negativo, no tienes que cumplir el aislamiento, bueno te sugieren guardar cierta cuarentena en tu casa. Las personas que viajan con menores de edad, población vulnerable, con un largo listado de enfermedades no tienen que hacer tampoco el aislamiento, sólo en su casa”.
“Yo lo que veo es que lo que hacen es confiar en el criterio y la conciencia de cada persona porque nosotros fuimos por nuestra cuenta al hotel, bueno quizás nos reportaban, de no llegar nos reportaban como que no habíamos llegado, digamos que no era una cosa así militarista ni mucho menos: Te reciben en inmigración, confían en que vas al hotel, en el hotel bueno te quedas hasta que entregues tu PCR negativo, pero eso no una cosa punitiva, por lo menos en un principio te dan la confianza de que cumplas con lo establecido”, dijo Elizabeth con respecto a los términos del aislamiento al cual fue sometida en Ecuador.
Ese aspecto consciente —ni militar, ni punitivo— del tiempo de apartamiento por razones preventivas contrasta con las imágenes que saltan a la vista en los hoteles y posadas de Santa Elena desde finales de marzo de 2020 hasta la fecha, en la Patrona Dary, en el Cristina, en el Amazonas, en el Cabañas Roraima, en el Samancito, incluso en el Anaconda, en todos hay sin falta uniformados militares (milicianos u oficiales) apostados en las puertas vigilando a aquellos que retornan en tiempo de pandemia, como a quienes, después de cometer algún delito, son sometidos a una cierta condena. Puertas adentro, los que regresan por Brasil a Venezuela permanecen ciertamente aislados. Tchau (adiós) Brasil, bienvenidos a Venezuela.
Acuerdo entre las partes:
Por decisión de ellos, los nombres de las personas que dieron sus testimonios, para la construcción de este relato, fueron cambiados. Igualmente, por proteger su identidad, omitimos datos que podrían resultar extraordinariamente personales. Sin embargo, procuramos no desfigurar el rostro de cada uno de ellos.