Son las 12 del mediodía. Un olor peculiar, muy reconocido en la gastronomía venezolana, brota desde la cocina del restaurante Apartaco, cerca del centro de Madrid. Adentro, los comensales, que se ven fascinados por el aroma, no tardan en preguntar de dónde proviene. “Son hallacas”, responde uno de los trabajadores.
Allí, en un salón equipado con cocinas en el sótano, Adriana Bertorelli viste un gorro para el cabello, atiende a sus clientes por mensajes de WhatsApp y organiza cada uno de los ingredientes de su obra. Sobre las mesas, dividido por espacios, se aglomeran tiras de cebolla picadas, pimentón, onoto, nueces, aceitunas, pasas, hojas de plátano, una base de harina de maíz y, entre todo, la fórmula que despierta el olfato de más de uno: el guiso dentro de las ollas.
Está acompañada por Juan Carlos, su esposo, que le ha seguido los pasos durante la aventura hallaquera en los últimos años, y Amaranta, una chica que les ayuda con los pedidos y la preparación en esta ocasión. Entre los tres hicieron, aproximadamente, 4.000 hallacas durante las fiestas decembrinas de 2021: la mitad elaboradas para los restaurantes Apartaco y La Cuchara, con las recetas usadas por ellos, y el restante para la venta personal.
“Para mí la hallaca es un vehículo de felicidad. Tiene un componente emocional. Yo no quería comer una hallaca, sino que quería comer una que me hiciera feliz”, cuenta Adriana. Esa ha sido su postura desde el inicio, cuando en el año 2016 se decantó por prepararlas en grandes cantidades. Y un sentimiento que la ha mantenido constante, sin importar la cantidad, es la pasión que le imprime para lograr la mejor sazón: “yo hago la hallaca que yo quisiera que mi familia se comiera conmigo”.
Un camino que se ha ido perfeccionando
Una circunstancia mayor, ajena a su voluntad, la obligó a abandonar Venezuela en 2014. Todavía, cuando recuerda lo ocurrido, su voz se tensa y sus ojos se llenan de lágrimas. Su hija, en ese momento de 15 años, requería un trasplante hepático que, por diferentes razones, no podía conseguir en su país natal. “O la sacaba (de Venezuela) o me quedaba sin muchacha” recuerda Adriana.
Hace una interrupción. Toma aire profundo y remata: “hoy en día tiene 23 años y es una tipa sana”. A su hija la incorporaron en el sistema de salud público español y, tras un año de trámites y espera, consiguió la operación.
En simultáneo, Adriana contó con el apoyo familiar para establecerse en su nuevo país. Así fue cómo se alió con su hermana Claudia, quien fue una de las fundadoras del concurso de la mejor hallaca de Madrid.
Ella, que confiesa que su única experiencia había sido ayudando a sus abuelas y hermanas en la preparación de hallacas, se abrió camino en esa área en los años siguientes.
“Yo jamás había hecho una hallaca sola. Entonces empecé a hacer pruebas y pedir recetas a mi hermana Paola, en Caracas y, en papel, empecé a determinarlos: este me suena, este no me suena tanto; finalmente, mi sobrina me pasó una receta con la que comencé a trabajar. Se la di a probar a mi hija y convenció; dijimos: ya, esta es”. Entre pruebas y pruebas, halló lo que considera la sazón perfecta.
Una red de clientes nacida del boca a boca
En poco tiempo notó el encanto que generaban sus hallacas entre sus conocidos y amigos. De allí surgió un primer reto: “¿y por qué no me haces unas 20?”, le pidieron. Su respuesta inicial, sumida en la sorpresa, se limitó a que desconocía cómo multiplicar la receta original, que se limitaba a unas 15-20 hallacas.
“Mis conocimientos eran tan básicos que yo no sabía sino repetir la misma estructura que tenía” afirma Adriana entre risas. También desconocía cómo cobrar, a qué precio y, por lo tanto, la manera de hacerlo un negocio. Pero, una vez más, lo intentó y lo logró.
Al principio las preparaba de veinte en veinte y las entregaba. Luego, sus amigos se las ofrecían a sus conocidos y, en cuestión de meses, ya Adriana tenía toda una gama de clientes que le ayudó a cimentar la estructura gastronómica.
El primer año hizo entre 120 y 130 hallacas. El segundo año, con un poco más de tiempo, organización y apoyo, se asoció con una amiga y amplió la preparación hasta las 320 hallacas. El tercer año, aunque su amiga prefirió no seguir, consiguió ese soporte en Juan Carlos, que desde ese momento se ha convertido en su socio y pareja incondicional. “Yo te ayudo, ¿qué tan grave puede ser?”, le manifestó a Adriana en su momento.
“Llegó el día de comprar los ingredientes y, entonces, quedó extrañado cuando fuimos a comprar hojas de plátano y el pabilo. Cuando vio la cantidad de ingredientes que comprábamos, él no lo podía creer. Veía que yo hacía procesos completos y no entendía nada. Él, muy mansamente intentando, descubrí que era un gran amasador: lo mejor que me podía pasar, pensé. Y ese año (2018) hicimos 850 hallacas”.
La experiencia se fue ampliando y, con ella, la habilidad para hacer las hallacas con más facilidad. Si antes le parecía imposible, a partir de 2019 han superado las miles de hallacas en producción. Ya no solo las vende a particulares que se las encargan, sino también a reconocidos restaurantes venezolanos en la capital española.
Aunque la meta para 2021 rondaba las 5.000 hallacas, el resultado fue un poco menor. “El mercado se ha comportado distinto. En 2020 (en medio de las cuarentenas decretadas para frenar el contagio por el COVID-19) nadie podía salir de su casa, y entonces pedían mucha más comida para llevar. También había una exaltación de los afectos; tuvimos mucha gente que le mandaba hallacas a otras personas. Ese año vendimos 2.500”.
Solo entre el 26 y el 31 de diciembre del año pasado (2021) hicieron, en promedio, unas 220 hallacas al día. “A estas alturas, lo que yo me iba muriendo por hacer en los primeros años, lo saco fácil ahora”.
¿El secreto de la sazón? El cariño que le pone
Las hallacas de Adriana Bertorelli se han vuelto casi una marca. Ella misma la define como “caraqueñísima”. Al probarla, un cúmulo de sabores inundan los paladares: se puede sentir un toque picante del guiso, acompañado del sabor dulce por la combinación de las pasas, el ají y las nueces que la acompañan. “Tiene que tener un balance de sabores preciso. Mi meta es que tenga sazón, que sepa a algo”.
Quizá sea por esa explosión de sabores que sus clientes no solo las encargan en España, sino que también se han internacionalizado desde destinos tan recónditos como Transilvania hasta al otro lado del Atlántico, en Miami.
“Creo que lo más importante que tiene mi hallaca es el cariño. Yo, de verdad, sigo sintiendo que hay un vínculo afectivo. No descuido ni un poquito ningún ingrediente, ni pichirreo la cantidad de éstos. Es la hallaca que yo le serviría a mi mamá”, sostiene.
Además de sus hallacas, Adriana presenta cada semana una serie de platillos tradicionales que ofrece en raciones a través de su cuenta en Twitter. Se puede conseguir el pabellón criollo, cremas, sopas, carnes, polvorosas de pollo y el tradicional cazón venezolano.
“Yo cocino en base a vocación, a los sabores que han marcado mis recuerdos. Y a mí nunca se me hubiera ocurrido que alguien me quisiera pagar por algo que yo cocinara, pero ocurrió que sí y aquí estamos”.