Por décadas, Venezuela recibió a miles de inmigrantes. Colombianos, peruanos, ecuatorianos, chilenos, argentinos, portugueses, españoles, italianos, haitianos y otros extranjeros que recomenzaron sus vidas en el país. Pero la historia sufrió un revés.
Con el ascenso del chavismo, el país cayó progresivamente en un deterioro. Hoy, la crisis obliga a millones de sus ciudadanos a partir a otros países: en avión, autobús o, incluso, caminando por carreteras para alcanzar otros destinos. Entre estas historias se entremezcla el retorno de los migrantes y el de sus descendientes, hijos o nietos de aquellos que décadas atrás construyeron sus vidas en Venezuela. Para algunos es la ida y vuelta a la patria.
Muchos de los que apelan al retorno a las tierras de sus padres o abuelos cuentan con doble ciudadanía, pero esto no garantiza su proceso de adaptación. Así, Joselyn Ruíz aterrizó en Bogotá en 2015, la ciudad que abandonaron sus padres en la década del 70 para prosperar al ritmo de la bonanza petrolera de Caracas; Jorge Flores Riofrío regresó junto a toda su familia a Guayaquil, donde se conocieron sus abuelos hace más de 50 años; y Christopher Rojas volvió a Santiago, la capital del Chile que su padre nunca olvidó y que dejó en 1980 para radicarse en Venezuela.
Joselyn Ruíz, doblemente migrante
La primera vez que Joselyn Ruíz emigró estaba completamente indecisa. Su trayectoria profesional, como ingeniera electrónica, estaba en ascenso, pero en contraste el país descendía al caos. “Me fui un domingo, y un día antes, el sábado, rezaba para que sucediera algo que cambiara el rumbo de Venezuela, no me quería ir”, recuerda.
Ruíz se convirtió en parte de la diáspora el 31 de mayo de 2015. Volvió a la tierra natal de sus padres, Colombia, y durante cuatro años vivió ahí. Cuando llegó debió comenzar desde “cero”. En Caracas tenía un apartamento, un automóvil y un empleo estable, pero en Bogotá no tenía ninguna propiedad y durante meses estuvo desempleada. “Renuncié a mi estabilidad para ir a la nada”.
Para afianzar su decisión se repetía: “Es lanzarse y confiar en lo que eres”. Tiene la ciudadanía colombiana, pero se siente venezolana. “Cuando llegué al aeropuerto de Bogotá me sentía otra venezolana más, y así me seguí sintiendo siempre. Pese a tener mi cédula colombiana y ser ciudadana colombiana, mi acento me delataba como venezolana y así siempre me veían en el extranjero. Así siempre me sentí”, cuenta.
Sus padres emigraron a mediados de la década del setenta a Venezuela. El país ofrecía mayores oportunidades económicas, la bonanza petrolera atraía a extranjeros. “Ellos con el tiempo se adaptaron, al punto que mi mamá se siente más venezolana que colombiana y es difícil para ella pensar en salir del país”, asegura.
Ruíz dice que nunca se sintió completamente adaptada a Colombia, aunque agradece el cobijo de la nación: “Siempre estuve de duelo”. Cuando llegó tenía 36 años, y sentía sus oportunidades se limitaron por la edad. De ahí que en 2019 decidió emigrar a Chile, y ahora ratifica que se trató de una decisión acertada. “Me siento muy contenta de estar en este país y veo la migración de otra manera. Me volví más venezolana cuando salí de Venezuela, porque tenía temor de perder mi identidad. Pero ahora entiendo que no será así. Me adapto a otra cultura, pero no pierdo mi identidad”.
Jorge Flores Riofrío, la herencia migrante
La historia de la familia Riofrío es un ir y venir de Venezuela a Ecuador. Su proceso migratorio comenzó en la década del 50. Por esos años, María de Lourdes Peñaloza, una estudiante de Medicina, viajó de Maracaibo a Guayaquil. No se asentó en la ciudad, pero conoció a Jorge Riofrío, un ingeniero, con quien se casó posteriormente.
Su nieto, Jorge Flores Riofrío, un joven periodista, ahora rememora en orden casi cronológico cómo tres generaciones se convirtieron en emigrantes. Sus abuelos se asentaron en Venezuela, donde prosperaron durante décadas, y de este matrimonio nació la madre de Jorge. La familia no tuvo dificultades económicas hasta 2013. “Desde ese año todo se lo come la inflación. Mi abuelo, que tenía varios locales, tuvo que le quedaba en Zulia. También vendieron una casa en Mérida y con ese dinero compraron un apartamento en Barquisimeto, allí vivimos. Entonces empieza dependencia de mis abuelos hacia mi mamá, porque solo le quedaban unos pocos ahorros y luego su pensión se vuelve sal y agua”, explica.
La prosperidad que alguna vez ofreció el país desapareció en un santiamén. “Mi mamá tenía la ciudadanía ecuatoriana, así que ella y su esposo comenzaron a ver como una opción retornar a Guayaquil”, dijo.
Para 2015 toda la familia estaba instalada en Ecuador. “Yo fui el último en abandonar Venezuela. Lo hice por experimentar nuevas cosas, no vine con perspectivas de emigrar. Pensaba en ver de qué manera hacía un emprendimiento para capitalizarme en dólares. Pero en un momento del viaje vi más oportunidades”, afirma.
Jorge, que cuenta con la ciudadanía ecuatoriana por su madre, dice sentirse venezolano y así es reconocido en el exterior. De hecho, cada vez que realiza trámites es visto como un extranjero en Guayaquil. “Es una paradoja. Mi abuelo creía que se iba a morir en Venezuela, donde pasó más de 50 años, y retornar a su país. Encontrarse con una nación diferente, es un impacto. Él es nuevamente un migrante”, comenta.
Christopher Rojas Fuentealba, un reencuentro con Chile
En la casa de Christopher Rojas Fuentealba, en Caracas, siempre se escuchó música chilena. Los 18 de septiembre, un día de fiesta patria para los chilenos, toda la familia acudía a pequeñas fondas que semejaban a las que tradicionalmente se realizan en Chile. “Yo aprendí primero el himno chileno que el venezolano”, relata.
Christopher y sus dos hermanos nacieron en Caracas. Sus padres, oriundos de Santiago de Chile, emigraron en 1980, al igual que varios de sus parientes. “Primero llegó mi tía Juana, junto con su esposo y sus dos hijos. Después siguió mi abuela, atraída por la idea de esa tierra prometida que era Venezuela. Y así siguió mi mamá, que convenció a mi papá, y el resto de la familia”, explica.
La emigración ocurrió durante la dictadura de Augusto Pinochet. Su abuelo sufrió las consecuencias del gobierno autoritario. “Mi abuela quería irse para Venezuela, porque vio una oportunidad de surgir. Había bastantes chilenos en el país”.
La familia creció y, con ello, mejoraron sus condiciones económicas durante las décadas de los 80 y 90. “Mi papá extrañaba mucho a Chile, pero mi mamá no. Mi papá escuchaba a El Temucano, un cantante llamado Tito Fernández, y se le salían las lágrimas”, cuenta. En 1999, Christopher viajó con su padre a Santiago por unos meses. Él retorno a Caracas, pero su padre decidió quedarse en su país.
“No quería emigrar en ese momento”, dice. Pero 10 años después, recién egresado de administrador de la Universidad Central de Venezuela, consiguió una beca de estudios para España. Estuvo casi a punto de irse, aunque decidió no viajar porque se sentía muy arraigado a su familia.
La crisis provocó que la migración se convirtiera en su principal plan. “Fue golpe tras golpe, tras otro golpe. Y sobre todo a la clase media, que yo me consideraba de la clase media. Me sentía como una piñata, muy golpeado”, indica.
En 2017, Christopher decidió retornar a Chile. Y, volvía a sus antepasados y seguía también los pasos de su hermano menor, que se estableció unos años antes en Santiago. Luego regresó su madre y hasta su mascota, Dana; pero ya no estaba su abuela porque falleció en Caracas. “Uno aprende a desaprender. Te ‘deconstruyes’, lo que te parecía razonable y normal, aquí en Chile ya no lo es. Yo, por ejemplo, no siento miedo a un policía en Santiago; mientras que en Caracas sí”.
Él tiene la doble ciudadanía. Conserva su acento y costumbres venezolanas, aunque reforzó otras de la ciudad de acogida. Recuerda que al llegar a Chile estaba en un limbo, entre el duelo migratorio y la emoción de construir nuevos proyectos en la tierra de sus padres.