Hace tres años crucé la selva del Darién con un grupo de aproximadamente 50 personas. Desde entonces me he preguntado cómo están, si consiguieron el sueño americano y si pudieron superar las secuelas del trayecto. Con dos de ellos pude restablecer el contacto
Siento y estoy convencido de que hoy no estaría vivo si no hubiera sido por Jean, el haitiano que cruzó conmigo la selva de Darién. Nunca lo había visto en mi vida, pero coincidimos en Capurganá, Colombia. Esa localidad es una de las puertas de entrada a la selva para miles de migrantes y refugiados que se proponen llegar a Estados Unidos a través de esa ruta, una de las más peligrosas del mundo por las amenazas naturales y por la presencia del delito organizado.
Íbamos en un grupo de aproximadamente 50 personas. Recuerdo que crucé pocas palabras con él en las primeras horas de camino, pero fue al tercer día del trayecto cuando descubrí la envergadura de su solidaridad. Me había quedado sin provisiones y solo tenía galletas dulces para comer, pero él me compartió sus alimentos durante los restantes cuatro días que duró el recorrido.
Fue así cómo pude seguir adelante. Jean en el camino había recogido una tienda que alguien dejó abandonada. En lugar de usarla solo para él o para sus compatriotas, nos permitió a una mujer africana y a mí entrar para protegernos del frío, la lluvia y la jungla de noche. Lo reconocí desde entonces como amigo y hermano.
A Jean lo perdí de vista durante tres años: cruzamos la selva en 2019 y desde entonces no lo volví a ver. Siempre quise saber dónde estaba. Lo busqué por todos los medios posibles sin éxito, sin perder la esperanza de ubicarlo en algún momento, porque sentía una profunda necesidad de agradecerle por los buenos gestos y acciones que tuvo conmigo cuando más los necesitaba.
En las últimas semanas me propuse hallarlo y lo logré gracias a una casualidad que contaré después. Por ahora diré que logré ubicar su cuenta de Instagram y escribirle un mensaje simple: “Mi amigo yo espero que tú estés bien soy Marcos”. Lo respondió luego de algunos días y pudimos conversar una vez más.
Me he preguntado durante estos tres años qué pasó con el medio centenar de personas que iniciamos el trayecto aquel día. ¿Todos sobrevivieron? ¿Dónde están? ¿Cómo han sabido superar esa experiencia? ¿Lograron encontrar el sueño americano? Estos y otros interrogantes han retumbado en mi cabeza desde entonces.
Sabía que no podía encontrarlos a todos, pero al menos sí podía intentar ubicar a quienes estuvieron más cercanos a mí en esos siete días de recorrido, que conté en esta otra crónica.
Esta necesidad de saber se hizo más intensa en los días presentes, cuando se ha multiplicado la cantidad de personas que cruzan el Darién, en especial venezolanos algunos de los cuales he conocido aquí en Puyo, Ecuador, en plenos preparativos de salida a la selva.
Mi persistencia para encontrar a algunos de mis compañeros de viaje en estos tres años ha rendido frutos en parte. Con dos de ellos he podido restablecer contacto. Uno es el dominicano Ramón, a quien apodé el Loco de Baní y quien incluso me visitó en casa en Ecuador. Y el otro es Jean, el haitiano que me ayudó a sobrevivir en esa inhóspita selva.
Una coincidencia feliz
Ocurrió por casualidad cuando revisaba algunos artículos sobre migraciones. Alcancé a leer un trabajo que contaba el drama de dos mujeres jóvenes de Eritrea que sufrieron abuso sexual y el de un hombre mayor de Sri Lanka que había sido abandonado en el Darién. La pieza había sido escrita por el periodista Maxine Pluvinet y difundida en la publicación ICI Beyrouth. La leí a finales de septiembre pasado.
Los hechos relatados coincidían con la época en la que yo había cruzado la jungla y me llamaron la atención. En el grupo con el cual viajé había dos mujeres de ese país africano que también sufrieron una agresión sexual y el robo de sus documentos.
Las acompañé en la población de Metetí, Panamá, donde les serví de intérprete para la denuncia que presentaron ante las autoridades locales. También había visto a un anciano de Sri Lanka que fue dejado atrás por su grupo en la selva: temblaba solitario a la orilla de un río.
Mientras leía me parecía que los detalles de la historia eran exactos a los que yo había vivido. La sorpresa mayor ocurrió cuando me di cuenta que quien los relataba al periodista era Jean. Sentí una emoción desbordante por haber conseguido de la manera más impensada una pista que me condujera a él. Enseguida me puse en contacto con el autor del artículo para saber cómo localizar a mi entrañable amigo de la selva.
Dos días después tuve respuesta del colega quien me compartió la cuenta de Instagram de Jean. De inmediato le mandé un mensaje escrito con las coordenadas para que pudiera llamarme.Algunas semanas más tarde mi teléfono comenzó a sonar insistentemente. Era una videollamada de un número con código de Estados Unidos.
Distinguí de inmediato al añorado personaje que salvó mi vida en el Darién. Ninguno de los dos lo podía creer. “Mi amigo Marcos. No sabía quién eras cuando leí el mensaje, pero una corazonada me dijo que eras el ecuatoriano con quién pasé la selva. No pensé volver a verte amigo, también te busqué y fue difícil, porque no recordaba tu apellido, no sé cómo me encontraste pero estoy muy contento, te estoy llamando desde Boston”.
Complicidad para sobrevivir
Cuando me propuse cruzar el Darién lo hice convencido de que tendría una buena historia periodística para contar, pero no llegué a imaginar de manera fidedigna los riesgos que viviría. No solo se me acabó la comida al tercer día: también fui abandonado a mi suerte por el guía particular que había contratado para brindarme seguridad mientras hacía mis notas escritas y gráficas en el trayecto con el fin de documentar el viaje.
Se suponía que debía acompañarme hasta dejarme a salvo en el lado panameño. No lo hizo. Fui engañado al igual que muchos que pasan el Darién. Me dejó encomendado a su sobrino, otro guía que se hizo cargo del grupo y quien no tardó en amenazarme de muerte en tono desafiante: “Si usted viene a pasarnos visaje, aquí mismo lo viramos”.
Me sentía expuesto, solo quería pasar desapercibido y gracias a Jean todo resultó mejor. Él había vivido en Venezuela casi 10 años, por lo que habla un fluido español con acento créole. También hablaba francés y por eso cuando necesitábamos hablar en clave susurrábamos en ese idioma.
En un momento cuando fuimos secuestrados durante 19 horas por unos hombres armados, fingimos que no les entendíamos para evitar ser foco de su atención. Mientras estábamos retenidos, uno de los desconocidos disparó. Mi amigo recuerda el episodio: “Fue una estrategia que utilizaron esos delincuentes para asustarnos y que paguemos la cuota que nos pedían para seguir”.
Son algunos de los recuerdos que aparecen en la conversación. Menciona al anciano de Sri Lanka y un episodio de pesadilla que nos marcó: cuando un grupo fuertemente armado nos retuvo y apartaron a algunas mujeres de las que abusaron fuera de nuestra vista mientras esperábamos impotentes y mudos. Coincidimos en que no fueron los peligros naturales, el hambre, el cansancio o las enfermedades las peores cosas que vivimos, sino la hostilidad y las amenazas de los grupos armados y de las bandas criminales que proliferan en la selva.
Jean me vio dejar el puesto migratorio de Peñita y él se quedó varios días hasta poder continuar su viaje hacia el norte. “Estuve dos años en Tapachula, México. Ahí conocí a Maxime, el periodista mientras me ofrecía como traductor voluntario de creole para ayudar a miles de mis compatriotas varados en esa población de Chiapas”.
En febrero de 2021 fue deportado desde México hasta Haití. “No tardé mucho en volver a salir, pero no por la ruta del Darién. Fui directo hacia México y encontré un poco más flexible la situación para pedir mi refugio. Me mantuve un tiempo en Tijuana tramitando la demanda y hace casi un año que llegué a Boston donde me siento muy bien acogido”, aseguró.
Pasados tres años al preguntarle a Jean si valió la pena me respondió así: “Todo el esfuerzo, el sacrificio, la espera, la travesía por el Darién valió la pena, hoy me siento tranquilo y estoy contento, esta semana me llamaron del gobierno para hacer las huellas dactilares”.
Eso quiere decir que avanzó para regularizar su estatus migratorio. Al final quedamos muy emocionados y satisfechos con este encuentro y dejamos un capítulo abierto con el compromiso de mantener el contacto y la comunicación.
El Loco
Ramón es de mediana estatura y grueso en su contextura física. Fue el más alegre del grupo que cruzaba la selva. Siempre tenía buenos comentarios y anécdotas para hacernos reír en medio de las tragedias y eso no era menor para que no perdiéramos el ánimo ni cediéramos al terror.
Tenía zapatos de tenis muy frágiles y un poco de sobrepeso. Siempre se quedaba rezagado en el trayecto, al igual que un guineano que venía en nuestro grupo. Sin embargo, incluso así el Loco de Baní caminó y no se doblegó en ningún momento. Estuvo muy cerca de Jean y de mí en los primeros tramos donde teníamos una consigna: No dejar atrás a nadie.
Ese mandato se desvaneció en la llamada Montaña de la Muerte, un difícil declive que es capaz de resquebrajar a cualquier grupo. Después de superar la agreste montaña, no volví a ver a Ramón sino en Metetí tres días después de nuestra llegada. Nos alegramos de vernos y desde ahí fuimos juntos a la capital de Panamá. Permanecimos siete días hasta que nos devolvieron deportados: él a República Dominicana y yo a Ecuador.
Pasaron varios meses y el encierro de la pandemia me motivó a empezar a buscar a los compañeros de ruta. Recuerdo que Ramón fue el primero que me devolvió los mensajes después de encontrarle en las redes sociales. Tuvimos muchas conversaciones e intercambios: en uno de tantos él prometió venir a Ecuador. No lo pude creer, pero llegó en diciembre de 2021.
Fui a recogerlo en la terminal de transportes de Puyo. Era de noche. Llegó con su hermano. En un restaurante ruidoso cerca de la terminal y con una leve lluvia pudimos tener una amena conversación para rememorar lo que vivimos en la selva.
Con mucho gusto los recibí en mi casa. Ellos prepararon juntos un sancocho dominicano. “Yo no pierdo la esperanza de volver a intentar ir a Estados Unidos”, me dijo entonces. Pero entre sonrisas dejó claro “Pero yo por esa selva no vuelvo a ir más nunca”.
No pudimos despedirnos cuando los dos hermanos partieron, estuve internado en la Amazonía del Ecuador varias semanas por razones de trabajo y perdí la oportunidad de verlos partir. Ellos me habían comentado que habían pensado ir hasta Honduras donde su hermano, con el que vino a visitarme, ya tenía un tiempo y sabía cómo desenvolverse.
En las semanas recientes quise actualizarme y saber cómo están. En su correo le dejé algunos mensajes, pero no tuve respuesta. Me queda la esperanza de pensar que estarán bien en Honduras o en cualquier lugar donde se encuentren.
Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.