El 12 de septiembre, Alberto Cedeño, después de recorrer cinco aeropuertos, tres continentes y tomar cuatro vuelos, pudo regresar a Venezuela. Desde Arabia Saudita, donde permaneció nueve meses cumpliendo compromisos laborales, emprendió un viaje a Ámsterdam, capital de Países Bajos, de allí a São Paulo, Brasil, para luego trasladarse a Boa Vista y cruzar la frontera hacia su país.
El trayecto, recuerda, le tomó más de 24 horas y le costó más de mil dólares, aunque tuvo la suerte de que la empresa le financió la mitad del recorrido. «Los pasajes, desde São Paulo hasta Boa Vista, los pagué yo. Y el taxi hasta la frontera también. Además de un hotel por una noche en São Paulo. En total, de mi bolsillo desembolsé 600 dólares», asegura.
Su historia no es la única. De hecho, se enteró de la posibilidad de retornar a Venezuela a través de Brasil gracias a un grupo de connacionales varados en el Medio Oriente como consecuencia de la pandemia de la COVID-19 y del cierre del espacio aéreo ordenado por la administración de Nicolás Maduro.
Entre ellos hay al menos una treintena de personas que, al igual que Alberto, viajaron por compromisos de trabajo. Sin embargo, si bien un número importante ha podido regresar, otros perdieron sus empleos, sus ahorros, quedaron expuestos y piden la habilitación de un vuelo humanitario. Hasta ahora, el Gobierno de Maduro no ha autorizado ningún vuelo de repatriación proveniente directamente del continente asiático.
Alberto lo sabía, había estado nueve meses alejado de su familia. El 12 de abril tenía que volver, pues en esa fecha le asignaban sus respectivas vacaciones por rotación trimestral; no se pudo. En vista de esa imposibilidad, trabajó corrido hasta el 13 de julio. Para su fortuna, el contrato incluía alojamiento y alimentos a cargo de la empresa.
Durante todo ese tiempo, que se extendió hasta septiembre, permaneció en una habitación del tamaño de un trailer que habilitaban a los gerentes. Lo describe como un espacio de dos ambientes, con un baño, acceso a televisión e Internet, y refrigerado por dos aires acondicionados.
Lo más difícil para él, sostiene, fue estar tan separado de su familia. Con su esposa mantenía contactos por videollamadas a diario, pero eso no podía reemplazar la sensación de cercanía que genera estar con los seres queridos. Alberto pasó por depresiones, tuvo nervios y también episodios de ansiedad, sin contar las irritaciones que le generaban las tormentas de arena que más de una vez debió soportar.
Estas circunstancias le aclararon el panorama: tenía que regresar como fuera. Así que tomó la decisión, lo habló con la empresa, lo apoyaron y emprendió su travesía. El 11 de septiembre tomó su primer vuelo: de Arabia Saudita a Ámsterdam, siete horas; y otras doce horas hasta São Paulo, donde pasó la noche en un hotel cerca del aeropuerto. Al día siguiente, 12 de septiembre, voló hasta Brasilia y luego a Boa Vista, trayecto que le tomó unas cinco horas. Al mediodía de ese día logró coger un taxi que lo trasladó hasta el punto fronterizo con Venezuela: la línea de Paracaima-Santa Elena de Uairén.
La llegada a Venezuela
Mucho había escuchado, sobre todo en explicaciones y recomendaciones de sus paisanos, sobre los caminos de retornar a través de Brasil. Los hoteles disponibles, los boletos aéreos más económicos y hasta las líneas de taxi más usadas; Alberto ya había tomado nota de la situación y estaba preparado.
Para acceder a Venezuela tuvo que presentar su pasaporte y una póliza de seguro médico para viajeros, que incluía exámenes previos de la COVID-19. «Al llegar a la línea, del lado venezolano te registran los datos, te sellan el pasaporte y, ese mismo día, si llegas antes de las 4 de la tarde, te hacen un test rápido para luego irte al sitio de cuarentena», detalló Cedeño.
No obstante, Alberto no consiguió llegar antes de esa hora. Tuvo que pasar la noche en la línea fronteriza, acompañado de otras cuatro personas en su misma situación. La siguiente noche resultó igual, pues «no nos enviaron bus para trasladarnos a los sitios de cuarentena».
Finalmente, tras la nueva espera, a Alberto y el grupo que lo acompañó lo trasladaron a los centros de cuarentena. Se dispuso a pagar por una habitación individual en un hotel, con los servicios incluidos. Allí se sintió «cómodo y relajado». Para él, por fin lograr descansar en una cama ya era una buena noticia.
Transcurrieron otros catorce días hasta que cumplió con su proceso de cuarentena. Alberto, residenciado en Puerto Píritu, debió organizar también el viaje que lo llevaría hasta su hogar. Fueron 610 kilómetros en taxi, con hasta 24 controles de alcabalas de funcionarios de la Guardia Nacional en su camino a Puerto Ordaz. Allí pernoctó por dos noches más, pues no había disponibilidad de transporte para continuar el viaje. Finalmente, agarró otro taxi hasta su ciudad, en el estado Anzoátegui, que le llevó otras seis horas de camino.
Por esos viajes en vehículo, que debió costear él mismo, pagó 1.000 dólares. Y, al incluir los costos de alojamiento y comidas en el hotel, la cuenta sube a los $1.500, sin incluir los pasajes de avión.
Un viaje «agotador», pero lleno de paisajes
Para Alberto fueron días difíciles, agotadores. Pero si algo positivo rescata de esta «aventura», como él mismo la describe, fue la experiencia y los paisajes que pudo visualizar en su camino: «sitios que ni conocía de mi país». A lo lejos, bordeó la Gran Sabana y divisó el Roraima, y no dudó en fotografiar.
Pero el momento más anhelado, el reencuentro con sus familiares, fue lo que más emoción le produjo. Sus hijos ni siquiera sabían que su padre, tras más de nueves meses, volvería a estar con ellos en su casa este mismo año.
«Fue realmente reconfortante y lindo volver a ver a mi familia, abrazarlos, besarlos. Realmente muy lindo».