El reloj marcaba las 11:00 de la mañana del 9 de octubre cuando Jesús me recogió en el Aeropuerto Internacional de El Paso, en Texas. Apenas al salir era imposible no notar una cosa: un grupo de personas que se amontonaba en una esquina del recinto, bajo la sombra, con morrales con la bandera tricolor. Eran venezolanos.
Desde hace unos años, la ciudad de El Paso, fronteriza con Ciudad Juárez (México), ha sido uno de los epicentros de la llegada de miles de venezolanos a los Estados Unidos. Sólo en el último año fiscal (de octubre de 2022 a septiembre de 2023), unos 427 mil migrantes cruzaron hacia la ciudad; de ellos, al menos 71.469 eran venezolanos (sólo en septiembre fueron 17.669 criollos).
Entre ellos hay niños, adolescentes, adultos jóvenes, padres y madres que dejaron su país para buscar nuevas oportunidades que les permitieran encontrar la prosperidad económica.
Jesús, mi taxista, es originario de Ciudad Juárez, al otro lado de la frontera del río Bravo/Grande, pero vive en El Paso desde hace más de treinta años. Conoce su historia, sus cambios y los retos que comienzan a representar la migración para una ciudad que no alcanza el millón de personas.
El muro fronterizo
Durante el recorrido, Jesús conduce por la carretera Interestatal 10, que atraviesa El Paso y en la que se pueden ver parte de los cientos de kilómetros del muro fronterizo que delimita el comienzo del territorio estadounidense con respecto a Ciudad Juárez.
Está compuesto por barras de acero con una base de cemento, y una altura que varía entre los cinco y ocho metros. En lo más alto tiene una plataforma lisa que dificulta que los migrantes puedan escalarlo; en algunos fragmentos, también tiene cercas y alambres de púas.
Se extiende desde el estado de California, pasando por Arizona, Nuevo México y finalizando en Texas. En total, cubre unos 1.100 kilómetros de los 3.100 de frontera entre Estados Unidos y México, construido especialmente en las zonas urbanas, donde la frontera natural del río Bravo no bloquea el paso.
Pero en El Paso, cuenta Jesús, las autoridades han estado haciendo modificaciones y ampliaciones en los últimos años.
Desde 2019, bajo la administración de Donald Trump, se comenzaron a reemplazar secciones del muro que requerían reparaciones por su mal estado. Hasta el final de su mandato, el 21 de enero de 2021, se habían construido 727 kilómetros de muro, pero casi la totalidad de ello para reemplazar barreras de éste.
Y ahora, si bien el presidente Joe Biden prometió suspender la construcción del muro (como efectivamente hizo en su primer día de mandato), el pasado octubre anunció que reiniciaría su construcción debido al aumento en el cruce de migrantes.
Sin embargo, los muros y barreras no han podido evitar que los migrantes continúen cruzando. La mayoría de ellos se entregan a los funcionarios de la Patrulla Fronteriza, solicitan asilo y son enviados a un centro de procesamiento de migrantes donde pasan unos días mientras las autoridades les toman los datos e inician los casos de asilo en los tribunales. Otros, en cambio, evaden los controles y atraviesan el muro por vías alternativas.
Jesús dice que ha habido varios accidentes de tránsito en plena autopista, que ocurren cuando los migrantes intentan atravesarla. A raíz de ello, para advertir a los conductores, las autoridades desplegaron avisos constantes. “Watch for unexpected pedestrians (Cuidado con los peatones inesperados)”, dicen los carteles.
Ya en Estados Unidos, ¿y ahora qué?
Decenas de personas reposan en las cuadras aledañas de la iglesia del Sagrado Corazón de El Paso. Entre ellos hay niños sobre pequeñas colchonetas y padres extenuados buscando oportunidades laborales, o planificando qué hacer tras haber llegado a Estados Unidos.
Todos provienen de Venezuela y arribaron al país norteamericano tras un largo viaje que les tomó meses. Atravesaron medio continente: ocho fronteras y una selva, la del Darién, con otros cientos de miles de migrantes.
Una de esas personas es Krisley. Cuando hablamos, acababa de salir del centro de procesamiento administrado por el Servicio de Aduanas y Protección Fronteriza al noreste de la ciudad. Contó que había enfermado durante el viaje y que, cuando se entregó en Estados Unidos, recibió algunas medicinas para curar la infección que había contraído.
Krisley estaba esperando a su esposo, a quien no veía desde hace casi un año, cuando él hizo el viaje primero. Le estaba esperando en El Paso, donde pudo conseguir algunos trabajos con los que financió parte de la travesía de su esposa.
Al otro lado de la calle está Naomi. Ella se considera afortunada, pues, a sus 60 años, completó la travesía junto a su hijo mayor. Es oriunda de Guarenas. Primero cruzó a Colombia, luego el Darién hasta Panamá, y después Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México, donde se montó sobre “La Bestia” hasta llegar a la frontera con Estados Unidos.
El viaje fue duro, recuerda. En su mente siguen intactas las imágenes de terror de cuando casi perdió a David, su hijo de 21 años, que fue arrastrado por la corriente del río Turquesa hasta ahogarse por algunos instantes. Ella pensó que había muerto, pero sus gritos de desesperación clamando por ayuda hicieron que otros migrantes nadaran para rescatarlo. David se salvó por poco.
También en la selva, Krisley recuerda haber visto a un hombre llorando, quejándose del dolor y sin poder moverse. El migrante había pisado mal y tenido una lesión de rodilla que le impedía caminar. Nadie lo pudo ayudar debido a, entre otras cosas, el sobrepeso del hombre y las inmensas dificultades para sacarlo de un terreno tan inestable como el del Darién. A los días de haberlo encontrado, otros migrantes dijeron a Krisley que el hombre se había suicidado con una cuchilla, preso de la desesperación.
Tanto Krisley como Naomi (que viajaban en grupos diferentes y no se conocían) se entregaron a los agentes de la Patrulla Fronteriza apenas cruzaron la frontera desde Ciudad Juárez a El Paso, solicitaron asilo y las trasladaron al mismo centro de procesamiento de migrantes.
Allí, en esa sede custodiada por decenas de funcionarios y protegida con muros blancos de cinco metros de altura con alambradas, Naomi vio cómo ponían brazaletes electrónicos en los tobillos de algunos solicitantes de asilo con el propósito de rastrear sus viajes y garantizar su presentación en las audiencias judiciales de sus casos.
Naomi se sintió afortunada otra vez, en esta ocasión por no ser una de esas personas. Ella y su hijo salieron en libertad días después.
Ya en las calles de El Paso, con ayuda de activistas y trabajadores de los albergues, Naomi consiguió un dinero adicional limpiando casas de algunos residentes de la ciudad. Con ello pagó dos pasajes de autobús a Denver, Colorado, donde intentarán establecerse.
“Se montaron (en México) unos ladrones y apuntaron con un arma a mi mamá en la cabeza”
Los migrantes no dudan cuando afirman que la parte más dura del viaje fue México. “Nos metían (funcionarios de migración y policías) “psicoterror” sobre encarcelarnos o entregarnos a los carteles por estar de ilegales”, dijo Isaías, de El Junquito.
Salió de Venezuela en abril de este año. En total, la travesía le tomó seis meses a él, su madre, su esposa y sus cuñados. Dejaron a sus tres hijos bajo el cuidado de sus suegros.
Sabían, por lo que habían escuchado, que necesitarían dinero para el viaje, pero jamás se imaginaron que fuera tanto. Para conseguirlo, trabajaron por breves periodos en los países que iban dejando atrás. Por ejemplo, mientras estaba en Medellín, Isaías cuenta que limpió platos en un restaurante para poder ahorrar para el resto del trayecto.
En la selva del Darién, primero pagaron por lanchas que los llevaron a albergues instalados por lugareños en medio de la jungla. Luego vendieron sus teléfonos para poder costear el resto del viaje. El poco dinero que tenían se lo dieron a los “sindicatos”, que son los grupos de las comunidades del Darién que se reparten los beneficios con grupos criminales que controlan la zona.
Después, mientras cruzaban Centroamérica, también debieron pagar por traslados desde las fronteras a las capitales donde trabajaban, ahorraban, y continuaban hacia el norte del continente.
En total, todo el trayecto hasta Estados Unidos tuvo un costo promedio de 2.500 dólares por persona, según contó Isaías.
Pero en México ocurrió un episodio que los marcó. Mientras subían a la “Bestia”, los encaró un grupo de delincuentes que amenazó con llevarse a las mujeres y obligarlas a prestar servicio sexual si no les daban el dinero que tuvieran. En ese momento uno de los ladrones sacó un arma y apuntó directamente a la madre de Isaías, que estaba junto a él. “Fue muy impactante”, recuerda.
Hacia un nuevo destino
De regreso en el Aeropuerto Internacional de El Paso, me encuentro con más venezolanos. Recién llegaron al país y ahora, tras haber solicitado asilo, están por tomar un avión a su nuevo destino. La mayoría van hacia ciudades donde tienen conocidos, como Nueva York y Miami.
Escuché hablar por llamada a Alberto y su acento lo delataba, así que me acerqué. Me contó que venía del estado Lara, donde dejó a su familia con la esperanza de poder ayudarlos con el dinero que pueda reunir en los próximos meses.
En ese momento estaba por abordar su vuelo a Florida, que logró conseguir a través del programa que mantiene el estado de Texas para enviar a los migrantes a otros lugares.
Me despedí de él.
Luego siguió contándole las aventuras de su viaje a su familiar en Venezuela.