A Ana Patricia Sampayo-Zabala se le entrecorta la voz cuando recuerda lo que ha enfrentado durante la pandemia. Como doctora ha visto morir a pacientes por la COVID-19, tenido que organizar despedidas a distancia con familiares de los pacientes más graves, y llenarse de fortaleza para no romperse en medio de la situación. Desde hace un año trabaja en una residencia de ancianos en Cataluña, España, y ha vivido en carne propia la «medicina de guerra»: cuando hay que decidir quién vive y quién no.
Corría la segunda quincena de marzo de 2020, apenas días después de que se decretara el confinamiento general en todo el país, cuando los números comenzaron a dispararse. Pasaron los días, semanas, y la situación empeoró. Para Ana, los meses de abril y mayo fueron los más duros. En esos momentos presenció cómo las autoridades, en medio del colapso de los hospitales y centros de salud, atendían a enfermos dependiendo de sus posibilidades de vida.
«En las residencias (de ancianos) muchas personas murieron», dice la médico venezolana a Venezuela Migrante. «Recuerdo que, durante algunas semanas, la Consejería de Salud de Cataluña no aceptaba derivaciones de las personas mayores de 80 años que resultaran positivas al coronavirus», asegura. En más de una ocasión sus pacientes presentaban dificultades pulmonares severas, pero solo podía suministrarles oxígeno o analgésicos para tratar de hacer menos dolorosa la muerte.
Junto a Ana laboraban dos médicos y personal de enfermería. Debían ingeniárselas para prestar atención a todos los abuelos. «Tocaba entre nosotros dar los cuidados paliativos, ya solo como cuidados con morfina para enfermedades terminales, para aumentar su calidad de vida. Si tenía distrés respiratorio había que inyectarle para que mejorara un poco y, si ya tenía mucho dolor o se encontraba en fase de sufrimiento, era necesario inyectar las pautas de confort hasta que la persona falleciera», cuenta.
En general, las personas ingresadas en una residencia para mayores se encuentran allí porque sus familias no se pueden hacer cargo de ellos. Algunos padecen limitaciones físicas o mentales que les impiden valerse por sí mismos. Sumado a la edad, se convierten en una población dependiente y vulnerable.
Y el confinamiento total de las residencias agravó ese contexto. Sobre todo, explica Ana, desde el punto de vista emocional. «Muchos abuelos tenían necesidades que nosotros no podíamos cubrir, como estar con sus familiares». Ante ese vacío quedaron de manos atadas, siendo una videollamada lo único que podían organizar.
Hubo un caso en particular que la marcó profundamente. Fue cuando le tocó a ella hacer la videollamada. De un lado los familiares despidiéndose, y del otro, en su presencia, los abuelos dando su último suspiro. «Fue una experiencia muy dura; yo me puse a llorar en plena videollamada. Son situaciones que, si bien uno sabe que debe mantener distancia, te sobrepasan. Para mí eso fue una experiencia muy dura. Lo recuerdo muy doloroso, muy traumático».
Pero también había alegrías. Uno de los momentos de mayor felicidad para Ana durante su trabajo era ver la recuperación de sus pacientes. Se convertía en una celebración. «Ver que hubo muchas personas que quedaron con secuelas leves, y otras muchas sin ningún tipo de secuela, siempre es muy gratificante porque sientes que todo valió la pena», expresa.
Médicos en España: un camino largo, pero posible
Así recuerda Daniela Allocca su recorrido hasta alcanzar la meta de ejercer como médico en España. En la actualidad, sus estudios y preparación le valieron para alcanzar una plaza en el servicio de Neumología del Hospital Universitario La Paz, en Madrid. Sin embargo, el camino no fue fácil.
Como cualquier migrante que aspire a ejercer la profesión médica en España, Daniela debió pasar un trayecto que, debido a ciertos retrasos de documentación, tiende a demorarse. En su caso le tomó un año y medio.
Lo primero es conseguir la homologación del título universitario. Para ello hay que acudir al Ministerio de Educación, que es el encargado de hacer constar que la formación es compatible con la requerida para ejercer la medicina en el país. Seguidamente, es necesario colegiarse en el Colegio de Médicos correspondiente a la Comunidad Autónoma donde se reside. Y, en simultáneo, para optar a un puesto en la red de salud pública, hay que cursar el examen MIR y aprobarlo con buena calificación, pues la competencia es difícil.
Daniela comenzó su preparación en octubre de 2018 y fue dos años después, en octubre de 2020, que se incorporó a trabajar en el hospital. Desde ese momento ha convivido con la COVID-19 a diario.
«En mi última guardia en una de las salas especializadas para casos de Covid-19, de 12 camas, 10 eran pacientes positivos confirmados con neumonía bilateral. Además, se han abierto nuevas salas porque las que estaban habilitadas no eran suficientes», afirma.
El trabajo en equipo y la colaboración entre todo el personal para superar situaciones críticas es algo que le llena de alegría. A pesar de ver la tristeza de familiares que no pueden ni siquiera acompañar a los pacientes en el hospital, prefiere rememorar la alegría de éstos cuando reciben el alta médica.
Vacunas tras meses de trabajo comprometido
La noticia de la vacunación cayó como una excelente noticia para todos los médicos. Su labor, y los riesgos de contagio a los que se exponen, les valió para estar entre los primeros en hacerse con algunas dosis contra el nuevo coronavirus.
«Todos estamos cansados de tener miedo de contagiarnos y contagiar a nuestras familias, amigos. Queremos poder trabajar más tranquilos», sostiene Daniela. Para ella es el inicio de la recuperación, de una nueva ventana a la vida y esperanza.
En ello coincide Ana. «Cuando dijeron que las primeras personas en recibir las vacunas seríamos las personas de la residencia, tanto los ancianos como los trabajadores sentimos emoción». Incluso los más escépticos, entre ellos los propios médicos, terminaron cediendo.
No obstante, Ana cree que aún queda una tarea importante pendiente: más información para combatir las dudas sobre las vacunas. «El hecho de que haya tantas dudas entre personas que trabajan directamente en el sector sanitario sobre la seguridad y componentes de la vacuna, y sobre su efectividad, me parece que es consecuencia de la falta de información. Tengo 28 años, recibí mis dosis y no tengo ningún síntoma».