Ser repartidor en Nueva York en época de pandemia es como andar en un campo minado

Todos los días de César Márquez están marcados por el suspenso. Desde hace un año, este periodista venezolano, además de escribir, también se gana la vida con un oficio que ahora es de riesgo:  es repartidor de encomiendas en Nueva York, el epicentro mundial del coronavirus con más de 126 mil contagios y  8.448 fallecimientos hasta el 18 de abril.

Nunca se sabe a quién ni a dónde se hará una entrega. La incertidumbre era algo habitual,  pero desde que se declaró la cuarentena, estos trabajadores, que entraron en la categoría de esenciales,  están en la «línea de la vida»: los clientes les necesitan para vivir y ellos requieren hacer sus entregas para sustentarse,  ese límite tan delicado inspiró a la revista The New Yorker para su portada del 13 de abril.

«Somos de los pocos que estamos en las calles casi vacías. Y, como mensajeros en una región desolada por una guerra, vamos repartiendo los pedidos. Cada pomo de una puerta, cristal o pared es  un campo minado. Cualquier persona a tu alrededor es sospechosa de portar un virus que te convertiría en una estadística más de esta pandemia», relata César.

The New Yorker rindió homenaje el 13 de abril a los «delivery». La portada mostraba a un repartidor bajo la lluvia, tocando una puerta para entregar una encomienda, en una ciudad oscura y vacía.

Así transcurren los días y noches de César. Ha visto a  la ciudad que nunca duerme pasar del ímpetu de veintiañeros al desvelo de quien en su refugio espera por mejores tiempos. Y mientras tanto, los mensajeros, repartidores o «deliverys» se mantienen pedaleando o manejando por calles sin tráfico. Es como un campo de batalla, refiere, al cual sale cada día con una armadura de la cual debe autoproveerse: tapabocas y guantes corren por su cuenta.

Repartidor, tema de la portada de The New Yorker
La ilustración de  Pascal Campion juega con el término de «lifeline» y homenajea a los trabajadores esenciales

Cuando en 2016 salió de Caracas a Nueva York quería dejar atrás la violencia y la inseguridad. Caraqueño, de 35 años, periodista especializado en deportes, padre de una niña, ha ido construyendo su vida de migrante con otros miembros de su familia.

Siguió ejerciendo como reportero en Estados Unidos, aunque en los últimos meses como freelancer. Se alternó desde hace un año con el oficio de repartidor de encomiendas como cheques, algunos medicamentos de alto costo (antirretrovirales y oncológicos) y alimentos. 

Con la suspensión de los partidos de béisbol profesional llegó una pausa obligatoria en su carrera, así que decidió continuar a tiempo completo como delivery. “Presto un servicio que es vital, súper importante, porque contribuye de alguna manera a que las personas puedan estar en sus casas y haya menos contagios”.

Estados Unidos supera los 665.000 casos de COVID-19 y más de 30.000 decesos, registrando la cifra de muertes más alta del mundo por país. La caída financiera también es notoria, aunque el presidente Donald Trump presentó un plan de reactivación progresiva de la economía. El virus se cebó en el estado de Nueva York, donde viven casi 19.5 millones de personas y el confinamiento se extendió hasta el 15 de mayo. Así que muchos dependen de los servicios de entregas de comida y otros productos.  

Lidiando con los temores

El batallón de repartidores se alista todas las mañanas para cruzar las amplias avenidas de Nueva York, unos van en bicicletas y otros en autos, como César. No sólo se trata de entregar paquetes, también se carga con la responsabilidad del cuidado personal para evitar ser contagiado. Son contratados por empresas que —en algunos casos— no suministran guantes, tapabocas o gel antibacterial. “Hoy voy a cambiar una caja de guantes por unas mascarillas, todo me lo proveo yo mismo”, comenta en una llamada por Skype, mientras interrumpe la conversación para zanjar impresionado: “¿Escuchaste eso? ¡Un tipo tosió durísimo!”. 

Dice que lidia con sus paranoias y las ajenas: “Todos vamos alimentando fantasmas”. En las noches, cuando está a punto de dormir, escucha la sirena de las ambulancias y siempre su primer pensamiento es que se llevan a alguien con COVID-19 al hospital. Después reflexiona, piensa que existen otras emergencias, que siempre han estado y que antes tal vez no se escuchaban porque la ciudad nunca estaba en silencio.    

Él tiene un termómetro consigo para tomarse la temperatura todas las mañanas. A veces le provoca fumar, pero hasta evita llevarse el cigarro a la boca por miedo a que el virus esté en la colilla, así que desiste. Su rutina se modificó desde la entrada del coronavirus a Nueva York. Después de trabajar, cuando llega a su casa, se quita los zapatos y los desinfecta, se desviste, no reutiliza esa ropa hasta lavarla, y finalmente se ducha. No quiere contagiarse y menos llevar la enfermedad a su hogar. 

La incertidumbre de un repartidor

Los repartidores nunca saben adónde llevarán una encomienda, sólo basta con aceptar un encargo, a través de una aplicación, y ahí puede comenzar una verdadera aventura. Hace un mes, César elevó su angustia al máximo. Tuvo que entregar unos medicamentos contra la tos a una enfermera venezolana, trabajadora del Hospital Elmhurst en Queens, que estaba de reposo médico en su departamento.

Antes de entregar el pedido, la clienta decidió llamarlo para advertirle que tenía los síntomas y no quería contagiar.  

¡Aló! Mucho gusto, te habla Raquel (tos)… Debo decirte que hoy es mi segunda noche con fiebre ¿Puedes subirla hasta el apartamento?

Ok.

¿Estás protegido? En el hospital he visto casos muy feos.

Raquel, hagamos algo: subiré a tu apartamento, pero como la idea es evitar el contacto, dejaré las medicinas en la puerta y cuando escuches de nuevo el sonido del ascensor, sólo en ese momento, saldrás a buscar la bolsa.

Ante la incertidumbre, César se saltó los protocolos de la empresa: entregar el paquete directamente al cliente. Raquel se había hecho la prueba dos días antes y aún esperaba resultados. Él nunca vio su rostro. “Escuché desde el ascensor que me gritó las gracias y hasta ahí llegó mi interacción con ella. Solo espero que esa fiebre que tenía sea uno de esos resfriados, comunes de la primavera boreal y no uno de los miles de casos confirmados, o peor aún decesos, que ha dejado el coronavirus”.

César compara su trabajo como el de una misión peligrosa durante la guerra.  Pero, declara: yo sigo en las calles.