José Bautista (@joseantonio_bg) / Fundación por Causa
Marynés Castillo López recorre las calles de Madrid con cara pensativa. Poco a poco empieza a sentir que la capital española es su nuevo hogar, a pesar de las diferencias con su Caracas natal. Está feliz porque tras años de trabajo duro y lucha, su nueva vida en España se estabiliza. Ahora puede dormir más tranquila.
De vuelta a casa tras otra jornada laboral, camina cerca de la plaza de Colón, en pleno centro de la ciudad, mientras recuerda a su abuelo Indalecio, miliciano de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) que, tras la Guerra Civil, emigró a Venezuela. Sesenta años atrás, él mismo recorrió estas calles y les dijo adiós con pena, creyendo que jamás volvería a pisarlas. En la cabeza de Marynés este pensamiento se abre paso entre las preocupaciones del día a día: el trabajo, la educación de su hija, los trámites burocráticos.
Más de medio siglo separa las historias de migración de Marynés y su abuelo. Se llamaba Indalecio Pedro López Madrigal. Dice la periodista Eileen Truax, que la migración es un proceso vital que va mucho más allá del cruce de la frontera. La historia de Marynés y su abuelo, como la de tantas personas que migran, ya abarca cuatro generaciones.
Algunas cosas han cambiado mucho. Otras, no tanto. El abuelo de Marynés tuvo que emigrar por su propio pie, desde Madrid hasta los Pirineos, y de ahí a un campo de concentración en Francia, para después trasladarse clandestinamente a Gran Canaria, y desde allí hasta Venezuela a bordo de un velero llamado Nuevo Adán.
Marynés solo tardó unas horas en cruzar el Atlántico hasta aterrizar en España y Gran Canaria es ahora el destino de muchas personas que, como su abuelo, se lanzan al mar para que la vida les de una segunda oportunidad. Al llegar a Venezuela, Indalecio encontró a su familia y pudo recibir apoyo. A Marynés no la esperaba nadie cuando llegó al aeropuerto de Barajas, pero la comunidad migrante la recibió con los brazos abiertos.
Indalecio tardó 41 días en cruzar el océano, tomando agua hervida con hierbas y sardinas (jamás las volvió a probar), sin contar los años previos en que anduvo cruzando mesetas y montañas para que no le fusilaran. Marynés pudo tramitar sus papeles porque tiene nacionalidad española. Su abuelo no tuvo esa suerte. Él pidió asilo en México, y lo obtuvo, pero todo se fue al garete con el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Marynés habla sin líneas rojas sobre su experiencia migratoria, mientras que su abuelo evitaba el tema siempre que podía. A ambos les impulsó a migrar el mismo motor: el amor a su familia. Él quería reencontrarse con los suyos; ella, encontrar un lugar seguro para su marido y su hija pequeña, y ayudar desde la distancia a otros familiares y seres queridos.
El encuentro con un país que se abrió a los migrantes
“Hace un buen día de viento y llevamos una marcha moderada. Esto nos anima y nos hace pensar en la esperanza de seguir”. Sentada en un café del centro de Madrid, Marynés lee en voz alta y con fascinación las palabras de Indalecio y las interpreta en clave presente. Encuentra un pasaje en el que su abuelo describe la presencia de delfines y cómo jugaban con los surcos del velero. Marynés conserva las memorias y recuerdos de su abuelo como un tesoro.
Tras el fiasco de México, Indalecio llegó al puerto de La Guaira en 1955 sin más enseres que su ropa y una libretita en la que anotaba todo. Marynés enseña el diario con orgullo. A bordo del Nuevo Adán iba medio centenar de españoles –la mayoría varones adultos, aunque también una mujer con sus hijos–, con la misma fatiga y heridas que hoy vemos en quienes arriban a las costas españolas a bordo de cayucos y barcas hinchables. En mitad del océano se les rompió el mástil y no tuvieron más remedio que usar tablones de la bodega para repararlo. Al llegar a Venezuela, le esperaban su madre y sus hermanos pequeños. Marynés también muestra la orden de deportación de su abuelo, inmigrante irregular en Venezuela.
La vida da muchas vueltas y nadie sabe a qué lado de la frontera se encontrará en el futuro. Ahora muchas personas llegan a España desde Venezuela en busca de una vida digna. Es el trayecto inverso que muchos españoles emprendieron tras la Guerra Civil y con un mismo objetivo: buscar la vida. En los años 50, más de un millón de personas salieron de España y se instalaron en América Latina, principalmente en Argentina y Venezuela, según la estadística oficial.
Marynés nació y creció en Venezuela, pero su casa y la de su abuelo estaban repletos de elementos que recordaban a España: se dormía la siesta, no comían arepas, sino platos mediterráneos, y en el salón había estatuillas de bailaoras flamencas y toreros.
Indalecio siempre decía que con el miedo no se juega. Lo aprendió en los campos de concentración franceses. Allí, la angustia se daba la mano con la vulnerabilidad y una mala noticia o una noticia mal dada podían provocar infartos mortales. “Con el miedo no se juega”, repite Marynés con vehemencia. No puede esconderse de las malas noticias que llegan desde Venezuela, pero procura administrar las suyas con tacto. No quiere ocasionar infartos al otro lado del charco.
Oportunidades en la migración
De sus antepasados migrantes y su experiencia propia, Marynés ha obtenido varias lecciones vitales. Esta joven periodista y especialista en marketing –ahora trabaja para una gran multinacional francesa– afirma que “migrar es un derecho y es necesario”. Te “enriquece y te enriquece”, y defiende un cambio en el sistema actual, porque no entiende tanta carrera de obstáculos: un sistema burocrático deshumanizado –especialmente con los migrantes–; un profundo desconocimiento a la hora de hablar de derechos y obligaciones; los vacíos legales que excluyen y causan dolor, un problema que durante la pandemia adquirió visibilidad –“el retraso de las citas de Extranjería en la pandemia no se los merece nadie”, explica– pero que sigue sin resolverse.
“Migrar es una de las decisiones más personales que existen”, explica Marynés. Ella tomó la decisión tras despertar de una operación en la que todo fueron complicaciones, en 2014, un año especialmente difícil para los venezolanos. Por entonces tenía 26 años. En España encontró la seguridad y la libertad que Venezuela no le daba. También descubrió un sistema público de salud que hace que su familia y ella se sientan protegidas.
Desde el principio, se volcó con la comunidad migrante de Madrid, en especial con la latina (la más numerosa en llegadas por vía irregular): dan prueba de ello su paso por varias emisoras impulsadas por migrantes (Planeta Latino, Todo Noticias, Radio Tentación). Rememora su labor en los programas ‘Uniendo Sinergias’ y ‘Las Maris: emprendimiento y vida’, centrados en compartir experiencias para facilitar que otras personas migrantes puedan poner en marcha sus propios negocios. Sintió el calor de otros que, como ella, habían llegado a España a probar suerte.
También su abuelo, al llegar a Venezuela, cayó en un barrio en el que vivían muchos españoles y portugueses. El primer hogar de Marynés fue Vallecas, uno de los más diversos de la capital española. A esta joven le indigna que muchas personas asocien la realidad de los migrantes venezolanos a la de los multimillonarios, que hicieron fortuna al calor del chavismo y ahora pasean por los barrios adinerados de Marbella, Barcelona o Madrid.
Con la mente entre España y Venezuela
Como otras personas migrantes, Marynés vive con el corazón dividido. “El día que muera Franco, vuelvo a España”, dijo una vez su abuelo. Y cumplió, pero vino de vacaciones y regresó a Venezuela con su familia. Ahora la nieta mantiene un ojo pegado a su país sin saber si volverá, ni cuándo, ni cómo. Mientras, observa el runrún de la sociedad española, de la que ya forman parte unos 60.000 venezolanos (o 400.000, contando a los que tienen doble nacionalidad).
Le preocupa el auge del racismo y la xenofobia. Sus antepasados también tuvieron que lidiar con cierto rechazo al llegar a Venezuela. En vida, Indalecio contaba que una vez un charcutero le dijo “inmigrante, ¡vete a tu país!”, a lo que él respondió “más venezolano soy yo que tú”. Ahora el odio es más sofisticado. “¿Qué es eso de ‘yo quiero un tipo de migrante’?”, se pregunta, en alusión a quienes insisten en calificar a las personas por su origen o su color de piel. “Cada persona vive la experiencia migratoria de una forma”, opina mientras muestra documentos antiguos y fotos sepia de sus antepasados.
La historia migratoria de Marynés continúa. Toma el testigo su hija Marian, de ocho años. La pequeña se siente muy venezolana, aunque haya pasado la mayor parte de su corta vida en España. “¿A dónde voy yo que no tengo pueblo?”, reclama Marian cuando llegan los días festivos y sus amigos de clase se van de Madrid.
Algún día, cuando la pandemia amaine, Marynés, su marido y Marian visitarán Frailes, el pueblo de Jaén, donde se pierden las raíces de sus abuelos. Marynés tiene el número de teléfono de algunos familiares que podrían seguir en el pueblo, pero todavía no se atreve a marcarlo. Seguro Marian también tendrá “su pueblo” algún día, tarde o temprano.
Este texto también fue publicado en Público. Puedes verlo aquí