Los migrantes venezolanos en Perú tendrán un plazo de 90 días para su regularización en la obtención del Carnet del Permiso Temporal de Permanencia (CPP), según informó la Superintendencia Nacional de Migraciones.
El plazo de inscripción vencía este 5 de enero, pero con esta extensión será en el mes de abril. Los interesados pueden realizar la solicitud de forma online.
El proceso del CPP inició en julio 2021. Este documento otorga un estatus legal a los ciudadanos que ingresaron a Perú de forma irregular, por un punto de control migratorio o que por diversos motivos no tramitaron ningún documento desde su llegada.
Decenas de ciudadanos procedentes de Venezuela llegan a los distritos más remotos del Perú con el propósito de atender, con sus conocimientos, a los más vulnerables. Abordar áreas desasistidas se presenta como una verdadera oportunidad para ellos y para la sociedad que los recibe, que en muchos casos, tiene que lidiar con discursos xenófobos y percepciones erradas sobre esta población.
Yenifer Yánez se inclina para ver mejor la pierna de su paciente. Es una mujer, de 52 años, que solo fue por un chequeo general sin expresar quejas de un dolor aparente. Mientras conversaban, la médica observa una herida abierta en el tobillo derecho que le llamó la atención y pregunta cómo se la hizo. La mujer, sorprendida, dijo con algo de resignación que se trataba de una cortada que sufrió hace unos cuatro años luego de ser atropellada, pero nunca sanó.
La médica toma yodo, agua fisiológica y gasa para retirar cuidadosamente todo resto purulento que le afectaba. Se toma el tiempo de conversar más sobre la herida y le pregunta si padece diabetes o si tiene problemas de coagulación. La mujer lo niega aunque después dice que no ha tenido la oportunidad de hacerse los exámenes para poder descartar.
Aquella cita médica transcurre en un salón escolar del distrito José Sagobal, en la provincia de San Marcos, en Cajamarca. Un departamento que tiene siete de las 10 provincias más pobres del país, incluyendo Chota, lugar de nacimiento del presidente Pedro Castillo. Dicha estadística ha sido representada en el mapa de pobreza monetaria provincial y distrital del Instituto Nacional de Estadísticas e Informática (INE) en 2020.
La doctora no es peruana. Nació en San Juan de Los Morros, Venezuela, y forma parte de los 1,2 millones de venezolanos que han emigrado a este país. A José Sagobal llegó como parte de un contingente de 12 profesionales y técnicos dispuestos para abordar esa zona recóndita de la sierra norte, donde el Estado no suele llegar, en un vuelo de la Fuerza Aérea Peruana (FAP).
El grupo se constituyó en el marco de una iniciativa denominada Chance Para Sumar, implementada por la ONG peruana Cedro con financiamiento estadounidense. Sus promotores lo crearon como un modelo para sacar provecho del potencial laboral de la comunidad venezolana en la atención de demandas sociales.
“Buscamos integrar a profesionales venezolanos para la cobertura de brechas en distintos lugares y provincias de Perú. La idea es buscar fuerzas, unirnos y proveer de servicios básicos y atenciones a todos y todas las personas en territorio”, precisa Nancy Arellano, directora del programa Chance Para Sumar.
La integración de millones de personas ha avanzado en su afianzamiento, sin dejar de enfrentar desafíos que derivan de mensajes estigmatizantes contra los migrantes y refugiados procedentes de Venezuela.
La preocupación por el efecto de ese discurso ha quedado reflejada en el interés de académicos, centros de estudios especializados y organizaciones internacionales por determinar cómo los estereotipos afectan la percepción común sobre los venezolanos y cómo se presenta la imagen de esa comunidad en medios de comunicación y redes sociales especialmente en tiempos de campaña política.
La cultura de discriminación se encuentra generalizada en el país de acuerdo a grupos de personas que fueron consultados para el estudio de opinión sobre la población extranjera en Perú, realizado por la Universidad del Pacífico con apoyo de Acnur, en marzo de 2021. En ese sentido, la percepción, en muchos casos, es negativa debido a la imagen criminalizante que presentan de esta población en medios masivos.
Para los voluntarios que se suman al programa, sin embargo, no los desanima esa ni ninguna otra dificultad en el empeño de demostrar que tienen mucho para contribuir. Mientras ese grupo brindaba asistencia en Cajamarca, otros dos colectivos de migrantes venezolanos hacían la misma labor en la provincia de Huanta, en Ayacucho, y en Purús, ubicado en el departamento de Ucayali. Ambas zonas también tienen elevados índices de pobreza e infinidades de áreas desasistidas.
Hasta la fecha y tras realizar abordaje en zonas de Puno, Huancavelica, Ayacucho, Cajamarca, Cusco y Ucayali han atendido a más de 5.000 personas. Llegaron a sus destinos con el apoyo de la FAP que motoriza el programa Alas de Esperanza precisamente para apoyar a voluntarios dispuestos a brindar atención social en áreas remotas.
“La calidad de los servicios que se brinda en esas zonas del país es muy pobre, es por ello que necesitamos personal capacitado y qué mejor oportunidad la que tenemos nosotros de contar con personal venezolano a través de la ONG Cedro”, comenta el Coronel Américo González, coordinador de Alas de Esperanza.
Llegar hasta la sierra peruana, por ejemplo, no fue tarea sencilla. El mal tiempo retrasó el viaje pautado para el miércoles 24 de noviembre. La recomendación de la FAP era esperar y salir al día siguiente desde Lima hasta la ciudad de Cajamarca. Así se hizo y desde ese punto se trasladaron por tierra. Tardaron cuatro horas más para alcanzar el distrito de José Sagobal.
Los voluntarios arribaron después de las 3.00 de la tarde y temían que fuese un día perdido. Al llegar dejaron sus equipajes y de inmediato se pusieron a trabajar. Las personas los esperaban desde temprano, unos estaban muy cansados, pero muchos otros se quedaron y lograron ordenarse en filas para esperar el turno de ser atendidos.
“¿Con qué nos encontramos en estos viajes? Nos encontramos con una población bastante grande, que nos esperaba con ojos de esperanza, de amor y con esa alegría de ser atendidos”, cuenta la enfermera Johana Monsalve. Ella también es venezolana y es la segunda vez que se suma a una labor de voluntariado en lugares de difícil acceso en Perú.
La licenciada Monsalve se ubicó en la entrada de una carpa verde que se encontraba a un costado del patio del colegio. Sentada tras un escritorio atendió a cada cajamarquino que se hizo presente para el triaje. Se sorprendió por la gran cantidad de niños y niñas que nunca habían recibido una atención médica.
Ella hacía las preguntas previas a cada consulta. Con paciencia y sin prisa tomaba el peso, la talla, medía el oxígeno y la presión arterial de quienes esperaban ser atendidos. La emoción por lo que estaba sucediendo embargaba tanto a voluntarios como a los asistentes de la jornada. Para los más de 15.000 habitantes de José Sagobal no es común recibir visitas que estén interesadas en su estado de salud y en la educación. “Es gratificante que con tu profesión puedas ayudar a muchas personas”, dice la enfermera.
La jornada allí se extendió por tres días. Se realizaron entregas de donativos de alimentos y medicinas. También asistieron miembros de USAID, donante de Chance para Sumar, y además de voluntarios de otras organizaciones.
Voluntariado en la Amazonía peruana
Antes de ir a Cajamarca, la doctora Yánez fue voluntaria en la Amazonía peruana. En la última semana de octubre navegó el río Purús para llegar hasta las comunidades nativas de la provincia del mismo nombre, en el departamento de Ucayali, zona fronteriza con Brasil.
La ausencia de las autoridades y las pocas atenciones en esa zona del país han hecho que los pobladores no se sientan parte del gentilicio peruano. Las necesidades eran cubiertas, en su mayoría, en suelo brasileño. La llegada de los voluntarios sorprendió a todos porque muy pocas personas los visitan y mucho menos en tiempos de pandemia.
En una de las últimas comunidades visitadas no la dejaban salir ni al grupo de personas que la acompañaba. Los residentes no querían que la inesperada visita fuese corta y temían que algo así no volviera a ocurrir. Ellos tenían mucho que decir, pero los voluntarios tenían muy poco tiempo para escuchar.
Un río divide a los dos países. La diferencia entre el lado brasileño con el lado peruano es abismal. En este último, prevalece la pobreza extrema y poco a poco las nuevas generaciones van perdiendo su identidad ante la indiferencia de quienes han gobernado en los últimos años. Si surge una emergencia de salud, los habitantes deben correr hacia Brasil para poder ser atendidos.
Al llegar a la comunidad de Bufeo, la médica fue abordada por una familia que llevó a una niña, de tres años, muy enferma. Tenía diarrea y fiebre desde hace varios días y estaba completamente débil. Estaba deshidratada. Los pobladores comentaban que se trataba de un posible cuadro de cólera y le pidieron que la atendiera.
Yánez tuvo que improvisar y preparó un suero de agua con azúcar y sal, y le explicó a los padres cómo debían dárselo. Esto ocurrió luego de que los progenitores navegaron por más seis horas con la menor en brazos en búsqueda de una posta médica que al final no les brindó la atención necesaria. “Si no llega la doctora, ¿qué hacemos nosotros los pueblos indígenas?”, expresó uno de los representantes de la comunidad al recordar que no cuentan con acceso a medicamentos.
A ese mismo viaje, asistió la profesora de artes plásticas Ysora Pérez, quien reside en el país desde el primer trimestre de 2020. Su plan era visitar a su hijo por tres meses, pero la pandemia la obligó a quedarse.
Ella se dio cuenta que la edad puede ser contraproducente en este país. La docente venezolana se impactó cuando leyó en un periódico que había muerto un anciano de 50 años. “No te imaginas la cantidad de veces en las que tuve que bajar mi CV y evitaba poner todos mis grados y posgrados. Me sentía como si estuviera desnuda o que estaba engañando por estar simulando que no sabía, pero sí sabía”, describe Pérez, de 54 años, sobre lo que ocurría cada vez que buscaba empleo.
Se frustró y desesperó muchas veces, pero un día notó que otros eran sus propósitos. “Entendí que llegué aquí para servir al otro. Desde que empecé a servir a los demás, a mí se me empezaron abrir las puertas”, sostiene.
Pérez se encontró con una realidad llena de carencias en la selva. Ir hasta los sitios más escondidos de Perú le permitió desarrollar sus conocimientos y ofrecer acompañamiento académico y recreativo a niños y adolescentes por casi una semana.
Tanto ella como la doctora Yánez visitaban dos o tres comunidades que quedaban a dos o tres horas de distancia. Para llegar a ellas era necesario trasladarse en embarcaciones que contaban con un motor especial por la poca profundidad del agua.
Debían salir temprano con la luz del sol y regresar con esa misma luz del sol porque no contaban con electricidad. No había agua potable y la que era de consumo era la de un río turbulento o el agua de coco.
El desafío de integrarse en medio de la xenofobia
Desde 2017 han llegado ciudadanos venezolanos de forma masiva a Perú huyendo de una crisis que no parece acabar. A medida que transcurren los años, la integración entre los migrantes y peruanos resulta compleja y se ha visto perjudicada gracias a discursos estigmatizantes que comparten ciertos factores políticos y a la criminalización que sufre esta población en medios de comunicación impresos, televisivos y en redes sociales.
La xenofobia y la representación de los venezolanos en el país ha sido de interés académico en el último año. El Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la Pontificia Universidad Católica ha elaborado un informe en 2021 que tituló: La percepción pública respecto a las personas venezolanas en el espejo de los medios de comunicación en el Perú.
Hildergard Willer, integrante del equipo de investigación del proyecto, explica que ante la percepción de rechazo que siente un gran número de migrantes y refugiados venezolanos, se pudo demostrar con datos lo que viene ocurriendo a partir del análisis de dos medios impresos de corte popular y las ediciones de los noticieros de dos canales de televisión.
Un análisis exhaustivo realizado desde el 1 de febrero hasta el 11 de abril de este año arrojó que en 80% de las notas periodísticas aparece el venezolano en el papel de victimario o infractor de la ley.
Aunque el discurso populista de rechazo hacia la migración ha estado presente en varias campañas electorales en Perú, Willer considera que en el último proceso comicial de cara a las presidenciales no fue un tema que ocupara mucho espacio en las agendas de los candidatos.
El escenario presentado en la segunda vuelta entre las candidaturas de Keiko Fujimori y Pedro Castillo fue diferente ya que, en ciertos casos, la migración venezolana fue presentada de manera más amable y despertaba empatía. “Con dos posiciones tan polarizadas, digamos que la gente que estaba en contra de Catillo, usó a la población venezolana para una prueba de lo que podría devenir un gobierno si se votaba por Pedro Castillo haciendo esa analogía que no es certera”, explica.
Willer junto con el equipo de investigación confrontaron a editores y productores de los medios escogidos para el análisis. Ellos confesaron que se sintieron sorprendidos por el gran porcentaje de las notas que publicaban y que reflejaban al hombre venezolano como victimario o a la mujer venezolana sexualizada.
El estudio de opinión, realizado sobre la población extranjera en el Perú este año y elaborado por la Universidad del Pacífico y con apoyo de Acnur, destaca que la gran mayoría de las personas encuestadas consideran que la diversidad cultural es un valor que promueve la riqueza y el desarrollo de un país (83%), frente a las personas que tienen opiniones neutras (10%) o negativas (7%).
En cuanto al grado de interacción con personas refugiadas y migrantes venezolanas, 743 encuestados (69%) afirmaron que han interactuado con esta población en espacios como la vía pública o el transporte público.
Otra encuesta citada en el estudio y difundida por Equilibrium CenDE, en 2020, refiere que 43% de las personas peruanas consultadas considera que “la imagen que transmiten los medios de comunicación sobre los extranjeros es negativa”. Además, 61% de la población asegura que los medios de comunicación “promueven la discriminación”.
Con el propósito de revertir la imagen de aquellos que han llegado a Perú para mejorar sus condiciones de vida y para que en ese proceso su estadía resulte amena, diversos programas impulsados por fundaciones y organizaciones independientes han volcado la atención en la promoción de la integración de ambas culturas.
Acnur y la OIM impulsan la campaña Tu Causa Es Mi Causa, que busca reforzar la solidaridad con las personas refugiadas y migrantes, en particular con las y los venezolanos en el Perú.
El programa Chamas en Acción surge ante la necesidad de crear redes de apoyo frente a la situación de riesgos y vulneración de los derechos de las niñas y adolescentes migrantes, refugiadas y solicitantes de asilo.
También está la Escuela de Soñadores implementado por la ONG Unión de Venezolanos en Perú con el apoyo financiero de USAID. El propósito es acompañar y, en algunos casos, otorgar capital semilla a las ideas de negocios de emprendedores venezolanos y peruanos.
El Proyecto IntegrAcción, implementado por COPEME y la Fundación Terranueva, busca mejorar las condiciones sociales y económicas, de manera que las poblaciones se encuentren mejor integradas en las ciudades de Quito (Ecuador) y en Lima (Perú).
Migrantes venezolanos que aportan en la sociedad receptora
Lizliana Parra ha visto crecer su negocio en medio de la pandemia de COVID-19. Los días de restricciones estrictas le permitieron estudiar de forma virtual e intensiva sobre el arte de las pestañas y el maquillaje permanente. La práctica, su interés por el nuevo oficio y la llegada de más clientes han hecho que se consolide como toda una emprendedora de belleza al sur de Lima.
Ella es venezolana. Llegó a la capital peruana proveniente de Santa Bárbara del Zulia, en 2017, junto con su esposo. A sus hijos los tuvo que dejar en casa al cuidado de una de sus abuelas para poder empezar de cero y adaptarse a la nueva sociedad que la rodeaba.
“Cuando tomamos la decisión de venirnos, muchos nos preguntaban por qué dejábamos a nuestros hijos en Venezuela. Yo me desesperaba y me volvía sorda, pero una de mis tías también me dijo: ‘Al bajar del avión besa a la tierra que te recibe’”, recuerda Lizliana.
Los inicios en Lima no fueron fáciles para ella y su pareja. No era sencillo encontrar trabajo y el poco dinero que tenían debían rendirlo. Se encontró con estafadores y con personas que se aprovecharon de su buena voluntad, pero eso no la hizo perder el foco.
En un mercado empezó a vender arepas, hallaquitas y platos típicos de su estado natal. Peruanos y venezolanos la solicitaban por su sazón y por lo novedoso de la comida que presentaba como ambulante. Eran los tiempos en los que empezaban a llegar migrantes de manera masiva.
Es Licenciada en Comunicación Social y técnico superior en Recursos Humanos, pero en Venezuela se desempeñó más en labores administrativas. Aquí, en Lima, pudo conseguir empleo en un salón de belleza. Lizliana no tenía conocimiento alguno sobre Lash Artist & PMU, oficios que hasta ahora le han brindado muchas satisfacciones y que ejerce con su propio local ubicado en una galería comercial.
Emigrar ha hecho que Lizliana sea menos indiferente ante las necesidades de otros. Estar lejos de casa y sin tener a sus hijos a su lado por unos cuantos meses hicieron que valorara desde las cosas más simples hasta lo más grandioso.
Su bondad ha traspasado las redes sociales, lugar que le ha permitido ganar seguidores por su trabajo y por las buenas acciones. En octubre, mes del cáncer de mama, lanzó una campaña que se viralizó entre cierta población migrante. Parra anunció que donaría la pigmentación de cejas a 10 pacientes sobrevivientes de la enfermedad bajo el lema “Sonriamos juntos”.
Lizliana no fue paciente oncológica en el pasado y tampoco tiene una historia cercana con la enfermedad. Se motivó porque considera que el mundo necesita más empatía, solidaridad y extender la mano al más necesitado. Siente que las personas no deberían regalar lo que ya no les sirve, al contrario, cosas que estén en buenas condiciones y que llenen.
“Muchas de las personas sobrevivientes quedan sin cejas, sin pestañas, y aparte, con el alma destruida. Si yo puedo hacer algo desde lo que yo he aprendido y puedo bendecir a alguien, hagámoslo”, destaca la emprendedora.
En ese mes pudo beneficiar a dos clientas sobrevivientes de cáncer, pero eso la ha impulsado a querer capacitarse a fondo en la micropigmentación oncológica o paramédica que permite la reconstrucción de la areola de los senos.
No descarta que su emprendimiento se expanda y pueda capacitar a otras personas. “Yo quisiera crecer más y creo que Perú me lo permitiría. Me veo con un negocio más grande y permitiendo proveer empleo a otros y que este rubro les cambie la vida como me la cambió a mí”.
Un grupo nutrido de venezolanos y venezolanas han podido integrarse de manera satisfactoria en las sociedades receptoras. Hombres y mujeres han logrado involucrarse en diferentes áreas y un ejemplo notable ha sido en el deporte. El país caribeño ha visto como sus más grandes atletas, que alguna vez representaron el tricolor, han tenido que partir para buscar un lugar afuera y poder seguir entrenando.
Venezuela ha perdido a jugadores y entrenadores de diferentes especialidades debido a la crisis. Uno de esos casos ha sido en el waterpolo, una disciplina que se juega en una piscina entre dos equipos.
Carlos Emilio Torrealba llegó a Perú con su familia en 2015. En Venezuela fue seleccionador de la modalidad en su natal Barquisimeto, pero le tocó emigrar ante el llamado a su puerta de una nueva oportunidad. “Yo me vine para un contrato por tres meses, pero mi trabajo siguió creciendo, siguió creciendo y aún me ves aquí”, dice.
Empezó a entrenar a un club en Lima y con categorías menores, pero gracias a su buen desempeño recibió el llamado de la federación para entrenar a la selección femenina de polo acuático o waterpolo. Él junto con otros dos connacionales también realizan la labor de dirigir a la representación masculina. “Los entrenamientos de ambos equipos los estamos dirigiendo puros venezolanos”, expresa con satisfacción.
Ha estado presente con la selección que lidera en los Juegos Panamericanos Lima 2019 y más recientemente obtuvo una clasificación para participar en el mundial de la disciplina realizado en Israel. Lamentablemente no obtuvieron los mejores resultados en dicha justa y reconoce que la disciplina no es muy conocida en el país, pero ha empezado ha tener un mejor nivel de competencia.
No olvida que en su recorrido profesional por tierras ajenas ha pasado por ciertos inconvenientes, pero no le presta mayor atención. Sin embargo, recordó que se ha sentido discriminado en varias ocasiones.
“Uno de los momentos ocurrió cuando el padre de un joven que entrenaba le preguntó si conocía al ladrón que le robó un celular ya que era de nacionalidad venezolana.”Señor, no podría conocer a todos los malandros de mi país”, respondió con notable incomodidad.
“También me dijeron en una oportunidad: qué bueno que eres entrenador de la selección, pero lástima que eres venezolano”, recordó que se lo dijo una persona cercana a los padres de los atletas.
Esos momentos desafortunados no han hecho que Calos Emilio pierda el interés en lograr que la selección peruana de waterpolo alcance los mejores niveles de la disciplina en el continente. Agradece al país por abrirle las puertas que le han permitido ejercer su profesión, pero insiste en que no ha perdido la fe de que en Venezuela mejore la situación y le permita volver.
Todo suma
A la doctora Yenifer Yánez le gustaría que a las labores de voluntariado se sumen más colegas. Siente mucha indignación ante la desigualdad que se vive en esas zonas del país que son invisibles para el Estado, pero obtiene mucha satisfacción poder ayudar en el poco tiempo dispuesto para las jornadas. “Esto me dice que no todo es dinero y que con los conocimientos básicos podemos ayudar”.
Como muestra de cariño en los lugares que visitó, algunos niños y niñas se acercaban a su improvisado consultorio para agradecerle que estuviera allí. Le entregaron dibujos de paisajes y figuras abstractas hechos por ellos mismos. Una acción que la conmovió hasta las lágrimas y que asegura no olvidará.
Los habitantes de José Sagobal agradecieron en todo momento el gesto de estar en un lugar olvidado. No todos los días son tomados en cuenta y la enfermera Johana Monsalve no borrará de su memoria cómo la recibieron y despidieron de ese lugar y de las comunidades aledañas. “Gracias por atendernos y gracias por recordarnos”, fue la respuesta que más se repitió entre sus pacientes.
***
Créditos: Reportería y texto: María José Vargas Acompañamiento editorial: David González Fotos y videos: Rodrigo Elías, Grecia Delta y María José Vargas Edición de audios y video: Vicente Fermín Diseño Gráfico: Fabrizio Oviedo Diseño web: Wilmer Toyo
PRODUCCIÓN REALIZADA EN EL MARCO DEL CURSO PUENTES DE COMUNICACIÓN II DE LA ESCUELA COCUYO, APOYADO POR DW AKADEMIE Y EL MINISTERIO FEDERAL DE RELACIONES EXTERIORES DE ALEMANIA.
Miles de venezolanos atraviesan los andes sudamericanos hasta Bolivia, un país que ha dejado ser de tránsito para convertirse en uno de radicación. Entre los migrantes van personas con discapacidad, que buscan la atención de salud negada en su país de origen. Aunque el gobierno de Luis Arce lanzó un programa de regularización para quienes no tienen documentos, aplica la política de negar la crisis humanitaria de Venezuela y las solicitudes de refugio basadas en la Declaración de Cartagena.
Las personas con discapacidad que llegaron desde Venezuela a Bolivia enfrentan un camino pedregoso para poder atender sus necesidades de salud dentro de un sistema de apenas dos años de existencia que plantea retos semejantes a la ciudadanía boliviana.
Cuerpos helados o descompensados por el frío y la altura del altiplano; estómagos con desnutrición severa por la falta de comida; pies ampollados por extenuantes recorridos terrestres. El sacerdote Freddy Quilo, director del Servicio Jesuita a Migrantes (SJM), ha visto todo eso entre las oleadas de venezolanas y venezolanos que han viajado casi 5.800 kilómetros desde su país hasta Bolivia.
El sacerdote, sin embargo, califica de “vulnerables entre los vulnerables” a algunos de ellos. “Son las personas con discapacidad”, dice el religioso. Quilo habla para este trabajo en las oficinas del SJM en El Alto, ciudad que constituye una encrucijada prácticamente obligada para quienes llegan o se marchan del territorio boliviano. Desde allí les ha brindado asistencia con su equipo, mientras van en grupo o apoyados por terceros para desplazarse. “Les ha tocado lo más duro de la migración, porque no pueden valerse por sí mismos”.
Una encuesta de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) proyectó en 2021 que al menos 1,5 por ciento del total de quienes migran desde Venezuela a Bolivia presentan alguna condición de discapacidad sensorial o motora. No constituyen una mayoría entre las casi 19.000 personas con ese origen que están en el país, pero encarnan una de las facetas más complejas de la migración venezolana que se ha diseminado por el continente y el territorio boliviano en el último lustro.
Solo tres de cada diez migrantes de procedencia venezolana permanecen en Bolivia, que ha servido principalmente como un territorio de tránsito, según datos del SJM. De paso o no, muchos viajan con la expectativa de encontrar asistencia para sobrellevar condiciones de salud que consideran no son atendidas en Venezuela, ante la falta de médicos, la escasez o los elevados costos de las medicinas y el colapso de la salud pública. Todo, en el contexto de la crisis humanitaria más grave de la región según la Oficina de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), caracterizada por la hiperinflación más alta del mundo y la salida de más de 4,9 millones de individuos que buscan horizontes en el continente.
En Bolivia, sin embargo, los migrantes venezolanos con discapacidades enfrentan obstáculos cotidianos para lograr la asistencia que persiguen. Desde septiembre pasado, el Estado boliviano facilitó la adscripción de extranjeros al Sistema Único de Salud (SUS), un servicio público creado en 2019 y que atraviesa dificultades por la falta de infraestructura, tecnología, médicos y fármacos.
La atención aprobada está dirigida específicamente a grupos vulnerables de migrantes: no solo personas con discapacidad, sino niños y niñas menores de cinco años, adultos mayores de 60 años y mujeres durante su embarazo, hasta seis meses después del parto o en necesidad de atención sexual y reproductiva.
La medida no ha logrado en la práctica su cometido de garantizar la atención plena, de acuerdo con fuentes consultadas para este trabajo. La ignorancia de los funcionarios con respecto a la obligación de atender a los extranjeros y la condición de que se les brinde servicio solo a quienes tienen documentación en regla se han convertido en obstáculos prácticos, en especial porque 65 por ciento de los venezolanos tiene estatus migratorio irregular de acuerdo con la OIM. Voceros del SUS, no obstante, consideran que se trata de un proceso que irá mejorando con el tiempo.
Pese al grado de vulnerabilidad, en Bolivia la política oficial es la de no conceder estatus de refugiado a ningún venezolano o venezolana, como confirmó Claudia Barrionuevo, directora de la Comisión Nacional del Refugiado (Conare) a este equipo. “Son migrantes económicos”, dijo y descartó que en Venezuela exista emergencia humanitaria alguna. La posibilidad de afiliarse al SUS y las medidas de regularización general, con amnistías económicas parciales para quienes están irregulares, son consideradas las alternativas suficientes.
Mientras eso ocurre, organizaciones de la sociedad civil como el SJM se ocupan de atender con los recursos disponibles, en algunos casos a través de convenios con instituciones privadas de salud, las necesidades urgentes de los migrantes. “Pese a los esfuerzos, tenemos problemas en ayudar básicamente en el tema de las especialidades, es una de las mayores limitantes que tenemos, sobre todo si se trata de una enfermedad grave”, señala el subdirector de la Fundación, Munasin Kullakita, Ariel Ramírez.
Una expulsión forzada
Las circunstancias existentes en Venezuela impiden una “vida plena” para las personas con discapacidad o con enfermedades crónicas y agudas. Esa fue una de las conclusiones a las que llegó la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) de acuerdo con un informe que publicó en 2020. La población con discapacidad representa en 2020 en Venezuela un aproximado de 1,6 millones de personas equivalentes a casi 5 por ciento de la población, según las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística de Venezuela (INE) basadas en el censo más reciente, de 2011, ejecutado cuando lo peor de la migración no sucedía.
Proyecciones realizadas en 2018 por ACNUR establecen que al menos 11.648 y 24.000 personas con discapacidad salieron de Venezuela con rumbo a Colombia y Perú, respectivamente. En Bolivia, basado en la lógica de la encuesta realizada por OIM, serían no menos de 285 que estarían dentro del grupo con posibilidad de adscribirse y recibir atención directa en los centros del SUS.
El SUS se creó hace dos años y medio con la directiva de que atendiera gratuitamente no solo a la población local sino a migrantes, pero eso no sucedió hasta el presente después de un 2020 de cero prestaciones a migrantes vulnerables, en el contexto de la cuarentena rígida ocasionada por el Covid-19. Retomar la promesa original fue parte de la acción del Estado para honrar el Pacto Mundial de Migraciones que incorpora la temática de la salud. Desde hace dos meses, la OIM y ACNUR junto con el gobierno iniciaron la campaña de registro de migrantes vulnerables al servicio gratuito.
Como resultado de la campaña, el SUS llegó a beneficiar a 5.304 personas, entre migrantes nacionales y externos, de los cuales 1.078 fueron venezolanos. En declaraciones públicas de septiembre pasado, Alejandra Hidalgo, viceministra de Seguros de Salud y Gestión del Sistema Único de Salud, se mostró complacida de las 2.000 adscripciones de extranjeros logradas en la campaña: “Estamos llegando a proteger a una buena parte de la población migrante que también está en estado vulnerable. Vamos a ir complementando con actividades para llegar a un mayor número, es un compromiso que hemos asumido”.
Sin embargo, a pesar de estar inscritos en el SUS, muchas personas de nacionalidad venezolana, con o sin discapacidad, dieron a conocer que no son atendidas en los centros públicos de salud principalmente por la falta de conocimiento de funcionarios que alegan que los extranjeros no deben acceder al seguro público gratuito.
Omayrú Hernández, representante del Equipo Solidario Venezuela, institución de ayuda conformada por migrantes del país caribeño que funciona desde 2019, en Bolivia, considera que más que tratarse de un acto de xenofobia deliberada, lo que existe es desconocimiento de los funcionarios. “Parece que no fuera una política de salud enterarse de las leyes vigentes”, expresa la activista.
La Constitución Política de Bolivia además garantiza la universalidad de la salud. “El migrante tiene todos los derechos y todas las obligaciones que emanan de la constitución. Además, cuenta con la protección de la normativa internacional”, insiste Horacio Calle, jefe de la oficina de la OIM Bolivia. “Toda persona que tiene su regularización migratoria puede acceder al SUS. En el caso de esta campaña hemos privilegiado especificamente a grupos de alta vulnerabilidad. Pero incluso estos grupos vulnerables pueden acceder independientemente de su situación migratoria”, apunta el funcionario.
Los rechazos desmotivan a los pacientes que deben sumar el peso de ser extranjeros a su condición de discapacidad. Si logran la atención, es probable que se encuentren con farmacias desabastecidas para acceder a los medicamentos gratuitos y tengan que comprar en la calle, si es que tienen dinero dado la falta de empleo que incide en la comunidad o de acceso a ayudas sociales estatales para las personas con discapacidad, que priorizan a los nacionales exclusivamente. A todo se suma la calidad del trato médico que ha sido cuestionada incluso por los propios bolivianos.
Así les sucedió a personas cuyas historias fueron documentadas para este trabajo. Carlos no pudo comprar la receta de fármacos especializados para su hipertensión y diabetes. Priorizó la comida y la renta. Deysi tuvo problemas para hacer atender a su hijo de seis años –con cuadro sicomotor severo– cuando se rompió la frente con una caída. En el hospital público de segundo nivel le exigían el documento de identidad del niño. No tiene. No lo atenderían. Deysi esperó varias horas con el niño ensangrentado. La médica de turno le dijo que lo atenderá solo si paga todos los costos.
No es algo aislado. El estudio “Discapacidad y Movilidad Humana” del ACNUR y RIADIS (Red Latinoamerica de Organizaciones de Personas con Discapacidad y sus Familias) publicado en abril de este año señala que en general las personas migrantes con discapacidad sufren una “doble discriminación” por ser extranjeras y con discapacidad, hecho que más ocurre en el caso de niños.
Pese a todo, Omayrú Hernández no deja de saludar la importancia de la medida del Estado boliviano. Considera que a pesar de las limitaciones del SUS, la posibilidad de recibir atención en el sistema representa un avance importante para los migrantes más vulnerables que antes no accedían a nada. “Es muy importante saber que existen iniciativas coordinadas para crear marcos legales dirigidos a la universalidad del derecho a la salud. Hoy muchos migrantes que están en condiciones vulnerables están siendo atendidos por el SUS, no se llega a un término óptimo como se esperaría, pero hay que dejar en claro que hay bolivianos que tampoco pueden acceder a ese tipo de apoyo como deberían”, reflexiona.
Beneficiarios al SUS por puntos de adscripción
La gráfica muestra la cantidad de beneficiarios por punto de adscripción al Sistema Único de salud (SUS) realizado en septiembre de esta gestión. Son un total de 5.304 beneficiarios entre migrantes nacionales y extranjeros en 23 puntos, ciudades capitales y fronterizos, del país.
Una realidad de mayor alcance
Las personas con discapacidad en Bolivia también cargan su propia corona de espinas. Son casi 96.000, de acuerdo con datos del Registro Único Nacional de la Persona con Discapacidad y del Instituto Boliviano de la Ceguera. Según esas estadísticas 66 por ciento, es decir, dos tercios, tiene discapacidades consideradas graves o muy graves. En un informe del año 2019 la Defensoría del Pueblo señaló que el Estado boliviano ha avanzado en el reconocimiento de los derechos de la población con discapacidad, pero aún existen demandas en diferentes frentes como el de las fuentes laborales dignas, la educación inclusiva en todos los niveles y el acceso a la salud con trato preferente.
En un sentido semejante apuntó en 2016 el Comité de los Derechos de las Personas con Discapacidad de la ONU. Entonces expresó su preocupación por varios temas: la inexistencia de protocolos de atención, la ausencia de equipo y facilidades para accesibilidad en instalaciones físicas, la ausencia de entornos del uso de lengua de señas, la falta de capacitación del personal de salud acerca de los derechos que asisten a esa población vulnerable, la persistencia de gestos de la discriminación al negarles parcial o totalmente los servicios y tratamientos médicos; y la falta de políticas concretas para prevenir la aparición secundaria de nuevas discapacidades o el agravamiento de las ya existentes en personas con algún padecimiento previo.
El SUS apunta a responder otras inquietudes manifestadas entonces por el comité con respecto a la atención universal en salud. Pero, Edwin Soto, especialista en temas de discapacidad, afirma que el Estado tiene cuatro años en deuda. “En el tema salud no tenemos la accesibilidad como debería ser y señala la Constitución. Si vamos a los centros de salud prácticamente las personas tienen que esperar y los médicos y enfermeras no están capacitados”. Para el especialista, prima aún una visión asistencialista. “Seguimos viendo a las personas con discapacidad como pobrecitas o inútiles, porque prácticamente no se los involucra dentro de estas políticas y normativas y se requieren justamente de planes y proyectos de largo plazo”.
“Luchamos permanentemente para que el Estado y la sociedad nos acepten como personas sujetas de derechos y no nos vean desde una óptica paternalista y con prejuicios lacerantes que nos devalúan”
Carlos Mariaca Álvarez, exdirigente de la Confederación Boliviana de la Persona con Discapacidad.
Carlos Mariaca Álvarez, exdirigente de la Confederación Boliviana de la Persona con Discapacidad, corrobora el punto: refiere que toda la normativa que consiguieron a favor de la comunidad fue gracias a protestas y medidas de presión. “Sin embargo, lamentablemente las leyes solo tienen valor nominal y luchamos permanentemente para que el Estado y la sociedad nos acepten como personas sujetas de derechos y no nos vean desde una óptica paternalista y con prejuicios lacerantes que nos devalúan”.
La solución del SUS para Mariaca Álvarez es insuficiente en su criterio. “Nos metieron en una bolsa que es muy básica para las necesidades de las personas con discapacidad que requieren atención constante”. Ellos al igual que los demás asegurados, deben asumir todo el proceso burocrático sin excepción para proveerse de atención especializada: “Cuando ya tenemos una deficiencia debemos estar en constante atención, rehabilitación, terapias, todo, entonces por qué cada vez que necesitamos ir al médico tenemos que ir por grados: primero a una posta sanitaria, de la posta al hospital y del hospital al especialista ¡¡¡miércoles!!! Eso no solo involucra una burocracia, involucra gastos, tiempo, porque nosotros no vamos solos, vamos con familiares y a veces nos toma tres a cuatro días llegar finalmente al especialista”. Es una carrera de obstáculos, para lograr algo que debería ser más directo.
La ayuda de la sociedad
Los resquicios dejados por el Estado Boliviano son llenados por organizaciones de la sociedad civil con recursos limitados. El Equipo Solidario Venezuela, con sede en Santa Cruz, es una de esas instituciones que asiste con ayuda humanitaria a sus compatriotas y a la población en general.
Omayrú Hernández afirma que las actividades del equipo han impactado desde 2019 a más de 2.500 personas, con un alto porcentaje en migrantes venezolanos, así como de otros grupos de la población en condiciones de vulnerabilidad. Desde entonces, la institución ha atendido aproximadamente a 350 personas con discapacidad permanente o temporal: 45 por ciento con discapacidad física; 40 por ciento con discapacidad sensorial; y 15 por ciento con discapacidad intelectual.
Organizaciones como el Servicio Jesuita a Migrantes, la Fundación Scalabrini, Munasin Kullakita y Cáritas también aportan en el mismo sentido. Están entre los primeros en recibir a los migrantes y socorrerlos con atención médica general, albergue, comida, abrigo y asesoría jurídica por un tiempo limitado. También destinan pequeños proyectos de emprendimiento para quienes deciden quedarse en Bolivia.
La atención otorgada por estas instituciones se enfoca principalmente en medicina general, con algunas excepciones en atención especializada mediante convenios con instituciones y centros de salud. En casos de emergencia y que requieren mayor intervención, organizaciones como Visión Mundial y Unicef prestan cooperación. Pero son casos puntuales. Hay quienes quedan fuera.
Bolivia deberá desplegar mayores esfuerzos para atender a los migrantes que además de carencias llegan al país cargados de habilidades y saberes y representan una oportunidad de integración y de aporte al país de destino como al de origen.
Esta producción fue desarrollada en el marco del curso Puentes de Comunicación II de la Escuela Cocuyo, apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.
Millones de adultos huyeron de Venezuela convencidos de que en el extranjero lograrían darle mejores oportunidades a sus hijas e hijos ante la crisis de acceso a alimentos que se agravó en su país de origen hace siete años. Miles llegaron a Ecuador y con vulnerabilidades se instalaron en un territorio donde la desnutrición infantil es de las más altas de América Latina. Una periodista y directora de una ONG que presta ayuda médica a migrantes y refugiados venezolanos en Cuenca, relata desde su perspectiva los desafíos que genera la situación.
Es martes y en la fundación que dirijo hay un movimiento frenético que sigo desde la oficina. Salgo cuando me avisan que ha llegado una visita que estaba esperando. Es una madre con su hijo de 4 años de edad, a quienes veo entrar. Pasan al consultorio de medicina general y a la estación de enfermería. En la consulta descubren que el infante tiene déficits de peso y talla: debería pesar 16,5 kilogramos y medir 103 centímetros, pero le faltan 3,5 kilogramos y 9 centímetros para alcanzar las medidas mínimas. El equipo médico concluye que tiene un cuadro de desnutrición que requiere de una intervención urgente.
Me informan del diagnóstico del niño y acuerdo visitarlos después en su casa. Allí hablamos con la madre sobre su historia y sobre qué más podemos hacer para ayudarlos desde la fundación. Ella es originaria de Venezuela. Salió de su país convencida de que allá no tendría perspectivas ni para su familia, ni para sí misma. Por eso se estableció aquí, en la ciudad ecuatoriana de Cuenca, en la provincia de Azuay, donde existe una comunidad venezolana de 12.000 personas, un tercio de la cual está en situación migratoria irregular de acuerdo con datos de la Casa del Migrante, institución de la municipalidad local.
“Salimos de Venezuela en 2017 porque no podíamos comprar comida suficiente para mi hijo a pesar de que su papá y yo teníamos trabajo”, afirma Dorina González, de 34 años de edad. Forma parte de una de una diáspora gigante, como no se había visto en América Latina y el Caribe. Más de 6 millones de personas han abandonado el territorio venezolano y se han desperdigado como migrantes y refugiados en todo el mundo, pero de modo especial en el continente.
Poco más de medio millón llegó a Ecuador, según la Plataforma Regional de Coordinación Interagencial (R4V), una instancia multinacional de respuesta frente a la inédita situación. Casi 44 por ciento del total, según el gobierno nacional, carece de estatus migratorio regularizado, lo cual les impide el normal acceso a servicios, fuentes de empleo y vivienda, entre otros. Un tercio de quienes viven en Cuenca están precisamente en esa condición vulnerable.
Como González soy venezolana y también vivo en la misma ciudad, a la que emigré en 2015. Eso, sin embargo, no es lo único que tenemos en común. Antes de dedicarme a tiempo completo al trabajo social para atender a la comunidad de migrantes y refugiados de mi país de origen, atravesé angustias semejantes. Las circunstancias de mi periplo migratorio terminaron por afectar de modo temporal la nutrición de mi hijo. Debí recibir asistencia para superarlo. Por eso me siento reflejada en lo que vive.
La fundación ha recibido en el último trimestre al menos dos casos semanales de infantes con desnutrición crónica infantil cuyas familias proceden de Venezuela. La DCI, como se le conoce, es un retraso en el normal crecimiento que deberían tener niños y niñas de acuerdo con su edad. Tiene origen multicausal, aunque comunmente se conecta con la mala alimentación. Quienes la padecen pueden volver a su peso y talla regular, pero es probable que arrastren secuelas entre ellas problemas de aprendizaje, dificultades en el desarrollo de la motricidad fina y gruesa o la propensión a sufrir enfermedades no transmisibles como hipertensión o la diabetes.
Madres y padres atendidos en la fundación coinciden en que abandonaron Venezuela, entre otras razones, porque creían que así salvarían a sus hijos de la desnutrición. Un informe de cuatro agencias de Naciones Unidas advirtió que la subalimentación se había multiplicado por cuatro en territorio venezolano entre 2012 y 2018 hasta alcanzar un quinto de la población. En el año 2019, el Banco Mundial hizo un reporte donde se menciona que la tasa de desnutrición crónica en Venezuela era de 17,8 por ciento. Sin embargo, a falta de cifras oficiales en el país, el año pasado la organización no gubernamental internacional, Oxfam, calculó en 30 por ciento la tasa de desnutrición infantil en Venezuela.
La paradoja reside en que quienes escogieron Ecuador se toparon con un país donde la desnutrición crónica infantil es considerada un problema de salud pública que afecta alrededor de la cuarta parte de niñas y niños menores de cinco años de edad. “Tener este nivel de DCI de 27,2 por ciento, tan sólo por debajo de Guatemala, nos hace pensar, y nos hace identificarlo como uno de los problemas más graves que ha tenido el país”, me dice Esteban Bernal, ministro de Inclusión Social y Económica.
El Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) publicó el presente año, un artículo en el que señaló que el Estado ecuatoriano ha ejecutado 12 programas o proyectos relacionados con salud y nutrición desde 1993 sin impacto significativo en la estadística, una realidad que Bernal afirma se quiere cambiar con la presente gestión.
La travesía de decenas de miles de personas que han viajado desde Venezuela por tierra se ha sumado como un agravante en la incidencia de la DCI. “La migración ha expuesto a niñas y niños a una baja ingesta de nutrientes durante su traslado y les ha impedido tener acceso a servicios de agua potable. Además las condiciones de vida suelen ser precarias cuando llegan a su destino. Así tendrán malnutrición aguda o temporal que puede tornarse crónica”, explica Pedro Arias, médico de la fundación.
Un estudio de la Unicef Ecuador confirmó esa opinión el año pasado: 43,7 por ciento de los infantes venezolanos que fueron evaluados por la institución multilateral o por organizaciones aliadas en las fronteras del territorio ecuatoriano fueron diagnosticados con desnutrición crónica infantil. El Ministerio de Salud, sin embargo, tiene estadísticas menores, según las cuales 10 por ciento de la población infantil venezolana en Azuay sufre DCI.
“Cuando hay un diagnóstico de desnutrición crónica infantil significa que el sistema de soporte institucional falló en encontrar y prevenir este problema”, dice Arias, quien es ecuatoriano y hace equipo con una enfermera graduada en Venezuela, Laura Caridad, quien comparte sus inquietudes al ver madres y padres sin los ingresos para proporcionar a sus hijos una alimentación rica en nutrientes y proteínas. “Ningún niño merece padecer de desnutrición”, afirma.
La fundación donde trabajamos –que se llama GRACE, siglas de la frase inglesa Give Refugees a Chance que en español significa Dale una Oportunidad a los Refugiados– procura ofrecer acompañamiento a las madres que se acercan a través de atención médica y entrega de micronutrientes. Otras organizaciones afines trabajan en áreas semejantes. El HIAS -organización judía global que ayuda a migrantes y refugiados en situación vulnerable– beneficia cada mes a entre 500 a 600 familias venezolanas, en Cuenca, con una tarjeta de alimentación de 25 dólares mensuales para usar solo en comercios afiliados.
En ese contexto, los relatos de mujeres como González y de otras madres como Deinessix Pitre y Wilna Cedeño, atendidas en la Fundación Grace, son un retrato vivo del alcance de un problema que atravesé y que cambió mi vocación.
Escape
A Cuenca llegué dos años antes que Dorina González y entonces comenzó un periplo accidentado que se convirtió en una migración definitiva. En mi caso, radicarme aquí no fue una decisión planificada sino un giro inesperado del destino. En octubre de 2015 viajaba a la ciudad con mi novio por invitación de una amiga. En la escala en Quito supe que estaba embarazada y que además tenía una tentativa de aborto ocasionada por los esfuerzos con el equipaje. Los médicos me dijeron que volar en avión de regreso a Venezuela sería riesgoso. Decidimos entonces llegar por tierra a la capital de Azuay, en un viaje de ocho horas. Nos quedamos y mi estancia se prolongó hasta hoy.
Para entonces la crisis venezolana crecía como una bola de nieve y se encaminaba a convertirse en una emergencia humanitaria así reconocida luego por organizaciones multilaterales como Naciones Unidas. En 2015 la inflación se disparó a 180,9 por ciento, lo que fue apenas un preludio del salto astronómico que dio después hasta convertirse en la peor hiperinflación que se recuerde en el continente. La escasez también se había desatado de un modo impensado. Había que hacer largas colas en supermercados para comprar lo poco que era abastecido incluidos insumos básicos como pañales, leche para bebés o carne.
Asentada en Cuenca presencié dos transformaciones. La de Venezuela que seguí a la distancia y la de Ecuador que vi delante de mis ojos. En mi país las cosas empeoraron. Una noticia que tocó mis fibras me sirve para explicarlo. Fue un hecho que ocurrió en 2020 en Cagua, estado Aragua, un pueblo vecino a Santa Cruz, donde yo crecí. Quemaban cañaverales y un grupo de niños decidió internarse en ellos para cazar conejos e iguanas que huían del fuego y llevar comida a la mesa. Los pequeños se sofocaron y perdieron la vida. Todo pasó en un lugar donde yo había disfrutado parte de mi infancia de un modo completamente diferente.
Mientras eso sucedía allá, en Cuenca y en Ecuador llegaban oleadas de personas que venían de Venezuela. El gobierno de Lenín Moreno estableció en 2019 para quienes quisieran pisar el territorio ecuatoriano el requisito obligatorio de la denominada Visa de Excepción por Razonas Humanitarias (Verhu). Su instauración buscó frenar el flujo migratorio y abrir un proceso de regularización temporal para quienes se encontraban en territorio ecuatoriano en estatus irregular. Los costos y la exigencia de documentos, no siempre a la mano, se convirtieron en obstáculos que se acrecentaron en el caso de niños y niñas.
Un dato lo ilustra. En toda la provincia de Azuay, por ejemplo, solo se habían entregado 125 visas a menores de edad entre enero y septiembre de 2021, según me lo confirmó Ingrid Ordoñez, directora zonal 6 del Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana. “La razón de este número tan bajo es que no están con el padre y la madre juntos. En su mayoría los niños y niñas están solamente con la madre y no tienen un poder del padre para haberlo sacado del país o para solicitar una visa en el Ecuador”.
Las familias permanecen a la expectativa de las nuevas políticas cuya implementación anunció el presidente Guillermo Lasso el 17 de junio del 2021 en el marco de su participación en la Conferencia Internacional de Donantes en Solidaridad con los Refugiados y Migrantes Venezolanos. En esa reunión dijo que se realizaría un nuevo proceso de regularización que sería complementado con estrategias de inclusión económica que pueden impactar en el bienestar infantil.
Vulnerabilidades
La población migrante ha tenido vulnerabilidades especiales. Muchas mujeres embarazadas han padecido de desnutrición y han sufrido complicaciones por falta de controles prenatales, lo que ha afectado a sus hijos e hijas. Otras, por falta de empleo incluso han terminado en ventas informales en las calles o siendo víctimas de grupos organizados que, según las autoridades, han convertido la mendicidad en un negocio.
Fabián León, secretario ejecutivo del Consejo de Protección de Derechos de Cuenca, afirma que desde esa institución quieren promover una política para revertir la situación de infancia en mendicidad. El protocolo incluye derivar a los pequeños a centros de cuidado mientras madres y padres trabajan en la calle y capacitar a los adultos responsables para que puedan mejorar sus fuentes de ingreso. En casos de persistencia de la situación, se presentarán denuncias contra los padres para establecer si hay negligencia y eventualmente remitir al menor afectado a casas de acogimiento temporalmente. “Lo que se busca es que niños y niñas estén bien”, dice, aunque las tentativas de separación han creado algunas situaciones de tensión en las calles de Cuenca.
Fui también una inmigrante que llevaba a su hijo a cuestas mientras trabajaba. Sin mayores contactos ni conocimiento de la ciudad, mi primer trabajo fue el de pasear perros de ciudadanos estadounidenses radicados en Cuenca, una ciudad preferida por muchos de ellos para el retiro. Me dediqué a eso precisamente porque era el único trabajo teniendo a mi pequeño conmigo donde fuera.
“Soy venezolana, de los Valles del Tuy, pero mi hijo nació en Ecuador. Tiene dos años de edad y está bajo de peso”, dice Deinessix Pitre, de 23 años de edad. “En Venezuela trabajaba como mesera en un restaurante en Caracas, pero salí de mi país por lo fea que se puso la situación y para comenzar una nueva vida. Vine con el papá de mi hijo. En la primera ocasión fueron dos años. Volví a Venezuela, pero decidí retornar. En esta segunda oportunidad llevo solo meses: regresé en agosto de 2021. Algunos días a la semana hago limpieza en una pizzería, pero no me pueden contratar a tiempo completo porque no tengo papeles. El resto del tiempo vendo chupetas (chupetes) en la calle y pido colaboración.
“A mi hijo lo llevo conmigo siempre. Nació bajo de peso. Yo me hice todos los controles del embarazo aquí, en Cuenca y gracias a Dios me ayudaron mucho. Sin embargo, yo tenía muy mala alimentación porque carecía de trabajo. Comía solo arroz, huevo, pasta y queso. Lo más barato. En diciembre de 2020 regresé a Venezuela. En los meses que estuve allá mi hijo se enfermó varias veces y en una ocasión llegó a tener 40 grados de fiebre. Ya estaba convulsionando y en el hospital de Santa Teresa del Tuy no tenían nada que ponerle. No tenían ni un termómetro. Yo me llevé uno de aquí de Cuenca.
“Por eso regresé. Aquí a veces hacemos una arepita con queso. Por la tarde hacemos arroz con pollo o con huevos. En la fundación me dijeron que está con desnutrición, que le diera sopita, carne, pero no puedo comprar no solo porque me falta dinero a veces sino porque tampoco tengo dónde guardar la comida, en una nevera (refrigeradora). Lo que hago es comprar diario. Ahora vivo con varios venezolanos. Dormimos en un colchón que me prestaron y la cocina es de la dueña de la casa, pero ella también me la presta. Tengo que colaborar con el alquiler pero no he podido. Hoy vendí un dólar y ya compre un pan y fruta para mi bebé. Yo no he comido”.
No solo fui paseadora de perros con mi hijo a cuestas en Cuenca. Mientras él crecía trabajé en una empresa exportadora de rosas como vendedora a los floristas en Estados Unidos. Además, escribía para varios medios dirigidos a estadounidenses en la ciudad. Los fines de semana tomé un empleo como mesera en un bar y los domingos limpiaba las casas de varias amigas. A veces comía hasta un huevo al día, para guardarles el pollo y carne a mi mamá y a mi hijo. Para entonces me había separado de mi pareja y a mi madre le pedí que viniera desde Venezuela no solo para ayudarme con la crianza sino para poder atenderla de una afección renal que requería una diálisis que en nuestro país no era posible.
Mi hijo, en esa temporada difícil, fue internado en una ocasión en un hospital regional con una crisis de asma. Allí me dijeron que tenía desnutrición aguda o temporal. Saberlo me sacudió. Mientras estuvo recluido en el centro de salud, recibí ayuda de mujeres que me prestaron ropa cada mañana para cambiarme.
También comí gracias a una iniciativa de la sociedad civil denominada “Cuenca Soup Kitchen”, que mantiene un comedor para migrantes en la ciudad y que actualmente apoya a 150 familias al mes. El proyecto nació en el hospital donde estaba mi hijo justamente para ayudar a las madres y los padres que no podían costearse un almuerzo en el establecimiento. Esa ayuda que recibí para superar la crisis me hizo convencerme de que yo tenía que hacer lo mismo por otras personas, en especial otras mujeres.
Educación
Todo fue mejorando cuando mi hijo comenzó sus clases en el primero de inicial. A través de las escuelas y colegios, el Ministerio de Educación otorga a cada estudiante una colación que consiste en 18 líquidos y 14 sólidos que sirven para cubrir la alimentación de 18 días. El paquete incluye entre otros leche entera, néctar de frutas sabores y barras de cereales. Con el pasar del tiempo, son más los niños y niñas de origen venezolano escolarizados. Según datos del Ministerio de Educación, 1.638 fueron inscritos para el periodo lectivo 2021-2022 en Azuay: 91,33 por ciento se encuentran en Cuenca. Sin embargo, hay una gran cantidad de jóvenes migrantes o hijos de migrantes que siguen desescolarizados y sin acceso a las colaciones que salvan a muchos de la desnutrición
Pude superar con ayuda la situación que viví con mi hijo. Pero desde entonces he procurado entender mejor cómo se puede evitar la DCI. La Unicef señala que son clave los controles médicos en los primeros mil días de vida de niños y niñas. La organización, sin embargo, advierte que el problema no está exclusivamente relacionado con la falta de alimentos, sino que puede presentarse cuando las madres no reciben adecuados controles prenatales o cuando los infantes no tienen acceso a apropiados servicios de saneamiento de aguas o viven en condiciones inadecuadas.
“Mi hija nunca ha tenido la talla ni el peso acorde a su edad”, dice Wilna Cedeño, de 27 años de edad . “Nació con apenas 660 gramos y pasó ocho meses en el servicio de neonatología antes de que pudiera llevarla a casa. Mucho tuvo que ver con un tumor cerebral que me diagnosticaron y enfrenté en medio del embarazo. Lo descubrieron aquí, en Cuenca. Soy de Apure y llegué a Ecuador el 8 de julio de 2017. En Venezuela estudiaba ingeniería de sistemas mientras trabajaba como encargada de dos locales de apuestas legales. Cuando estaba en el séptimo semestre de la carrera llegó un momento en que dejé de estudiar. Tenía dos sueldos y vivía con el papá de mi hija. Pero no nos alcanzaba el dinero. No teníamos ni para comer. Por eso me vine para Ecuador.
“Mi pareja vino primero y fueron mis cuñados quienes me pagaron el pasaje de autobús. Apenas llegué, me metí en mi teléfono, busqué un trabajo los fines de semana y a los dos días comencé a trabajar en un restaurante. Un año después quedé embarazada. Dos meses más tarde, en medio de un control de embarazo, me desmayé. En ese momento fue cuando los médicos descubrieron el tumor. Vivía con él sin saberlo. Se alimentaba de la placenta. Había estado en el hospital un día antes, porque tenía dolores de cabeza. Un doctor me vio y le dijo a toda mi familia que yo estaba loca, que los dolores eran por el embarazo. Al día siguiente, sin embargo, entré al quirófano de emergencia donde me colocaron una válvula que hasta el día de hoy me ayuda a drenar líquido encapsulado en mi cerebro. Me operaron embarazada. Me dijeron que era mi vida o la de mi hija. Yo no dejé que me la sacaran. Los médicos pensaban que me iba a morir y hasta pidieron a mis familiares que adelantaran con la embajada los trámites para trasladar mi cuerpo a Venezuela si no sobrevivía.
“Un par de horas después de la operación desperté, en contra de los pronósticos más optimistas. Unas semanas después, me refirieron al Instituto del Cáncer de Cuenca donde me dijeron que el tumor estaba encapsulado y que podía seguir con el embarazo si podía soportar los dolores de cabeza. Yo dije sí. Yo sí puedo. Tres meses después, cuando me hice eco, los médicos descubrieron que el tumor había crecido pero mi hija no y que además su ritmo cardiaco bajaba. Fue entonces cuando decidieron practicar una cesárea después de la cual entré de nuevo al quirófano para que me extrajeran el tumor que tenía en la cabeza, que para entonces no era solo uno sino dos. Después de la operación recibí quimioterapia, radioterapia y aquí sigo.
Del papá de ella me separé, pero él tiene trabajo estable que paga las terapias para su desarrollo. Yo ahora trabajo como ayudante de cocina en otro restaurante. Por suerte por suerte tengo la visa VERHU que me permite trabajar legalmente. No gano mucho, pero con ese sueldo, debo pagar arriendo, comida, ropa, medicinas para mi hija. Prácticamente gasto todo lo que hago en ella. Lo que más me preocupa es su salud, no pienso en algo más. Tampoco pienso en volver a Venezuela. No puedo. Mi hija y yo necesitamos atención médica y allá no la conseguiremos”.
En Wilna he visto un ejemplo de resiliencia. Quizá no la hubiera conocido de no haber trabajado nunca en la fundación. A la institución llegué por casualidad. Luego de recibir ayuda del Cuenca Soup Kitchen, quise retribuirles ayudando en su comedor del centro de la ciudad. Mientras ponía los cubiertos sobre las mesas un día, se me acercó un estadounidense y comenzó a ayudarme. Su nombre es Saxon Gotfried, el fundador de Grace. Se encontraba reclutando personas para sumarlas al proyecto que había creado. En ese momento me pidió que trabajara con él en la institución. No acepté. Pero no fue sino un año después cuando vi con claridad cuál debía ser mi misión.
Estaba en la oficina donde trabajaba como ejecutiva de ventas. Escuché un bullicio que me sacó de concentración. Supe después que un chico se había suicidado lanzándose del puente en el río que quedaba justo al frente. Los presentes comentaban que había sido un venezolano, con tres hijos que se había quedado sin trabajo al inicio de la pandemia. Esa semana renuncié y busqué a Saxon para aceptar su oferta. Mi primer cargo fue como relacionista pública, pero tiempo después me convertí en la directora ejecutiva. Dedicarme a apoyar a migrantes y refugiados deriva de que soy parte de ellos y pasé por agobios semejantes a los que ellos han atravesado. También me motiva el haber recibido apoyo de otras organizaciones y lo mucho que valió para mi y mi familia, me anima.
La fundación ofrece consultas de medicina general, pediatría, odontología y psicología gratis o a bajo costo. También otorga donaciones de ropa y apoyo pedagógico a niños refugiados con clases en línea. La poca o mucha ayuda que reciben los beneficiarios representa bien un cambio significativo para ellos o al menos un refugio para descansar antes de seguir.
Dorina, Deinessix y Wilna quisieron escapar de un país donde el único futuro posible para ellas y sus hijos, era la desnutrición. Sin saberlo, llegaron a un país donde ese es el presente para muchos niños. A pesar de que ninguna supera los 35 años de edad, todas tienen algo en común, trabajan todos los días para salvar a sus hijos.
Haga click en este enlace para seguir la línea de tiempo
Esta es una producción de Cuenca HighLife y El Mercurio en el marco del curso Puentes de Comunicación II de la Escuela Cocuyo y con apoyo de la DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.
Un total de 957 mil enrolamientos biométricos de migrantes venezolanos se encuentran identificados en Colombia en el sistema de Protección Temporal. El director de Migración Colombia, Juan Espinosa, aseguró que 1 millón 690 mil están registrados en el Estatuto Temporal de Protección, para la fecha del 29 de diciembre de 2021.
“La primera de nuestras metas, era lograr que 1 millón 500 mil personas iniciaran la ruta del Estatuto Temporal, la segunda era lograr enrolar a 800 mil personas y la tercera era entregar los documentos del Estatuto Temporal de Protección” señaló en conferencia de prensa.
“En este momento hemos otorgado 456 mil Permisos por Protección Temporal. Y hemos impreso 323 mil documentos y hemos podido entregar 36 mil documentos” explicó.
Migración Colombia activó en su página web un aplicativo que se llama constancia PPT, donde se podrá consultar el estado de su Permiso y conocer el estatus del documento, si está impreso, en trámite o si está para ser entregado.
¿Qué es el EPTV?
El Estatuto Temporal de Protección permite el tránsito de los migrantes venezolanos que se encuentran en Colombia, de un régimen de protección temporal a un régimen migratorio ordinario, es decir, que los migrantes venezolanos que se acojan a la medida tendrán un lapso de 10 años para adquirir una visa de residentes.
Esta medida busca estimular el tránsito al régimen migratorio ordinario y disminuir las cifras de migración irregular actuales y futuras.
Colombia, principal destino
Colombia se ubica como el primer país con mayor población migratoria venezolana con 1.8 millones, según cifras de la Plataforma Regional de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela (R4V) en su último informe con fecha de 24 de noviembre.
A partir de finales de 2022, los venezolanos que deseen ingresar a Europa deberán tramitar el ETIAS, un sistema que ha sido creado por la Unión Europea para aquellos ciudadanos que actualmente se encuentran exentos de solicitar una visa para desplazarse por el Espacio Schengen.
Son más de 60 los países que necesitarán solicitar el permiso de viaje ETIAS para poder visitar el Espacio Schengen, una autorización diseñada para viajes de estancias inferiores a los 90 días.
“Con ETIAS lo que se pretende es agilizar el proceso de entrada a la UE, al mismo tiempo que filtrar mediante una preselección a todos los interesados, desde antes incluso de que pisen territorio europeo” señala el organismo en su página web.
ETIAS permitirá a los viajeros de países elegibles, incluida Venezuela, múltiples entradas de corta estancia a los países enumerados anteriormente durante un periodo de 3 años a partir de la fecha de aprobación. En caso de que el pasaporte del nacional venezolano expire antes de que finalice el período de validez de ETIAS, la autorización de viaje se anulará automáticamente tan pronto como el pasaporte supere su fecha de vencimiento.
Cómo funcionará
La autorización ETIAS servirá como una especie de visado europeo que permitirá a viajeros de terceros países desplazarse por cualquiera de los países miembros de la Zona Schengen.
Para conseguir esta exención de visa ETIAS, el interesado deberá cumplir con los requisitos:
Pasaporte válido
Cuenta de correo electrónico
Tarjeta de crédito o débito
Para mayor información debe ingresar a la página de ETIAS
Casi 300 venezolanos se encuentran varados en Curazao, luego de que el Gobierno de Venezuela suspendiera los vuelos humanitarios el pasado 21 de diciembre.
El pasado 23 de diciembre, el Gobierno de Curazao anunciaba que estaba haciendo «todo lo posible» para que Venezuela autorizara la reanudación de los vuelos humanitarios, después de que en esa semana se cancelaran tres vuelos de repatriación.
En la reunión, la Cónsul General de Venezuela indicó que en el marco de la nueva variante Omicron, del coronavirus, el gobierno venezolano decidió implementar nuevas exigencias para los viajeros (que llegan en vuelos chárter). Estas exigencias todavía no son oficiales y tampoco han sido comunicadas oficialmente. De acuerdo con un comunicado, el Gobierno de Curazao se ha encargado de que los pasajeros cumplan con todos los requisitos vigentes para poder viajar de regreso a su tierra natal.
“El gobierno venezolano, por medio de la Cónsul General, reconoce su responsabilidad para con los pasajeros que se encuentran varados en Curazao, siendo estos sus ciudadanos. La Cónsul General dio a conocer que asume su responsabilidad de brindar asistencia a los pasajeros que quedaron varados y de informar a las personas concernientes sobre los desarrollos. La Cónsul también indicó que esto implica ciertos retos. El Gobierno de Curazao ha ofrecido su ayuda y ha compartido información de tal forma que la Cónsul General pueda acudir y trabajar junto a varias organizaciones locales en función de proteger y mantener informados a los pasajeros” señala el comunicado oficial.
Refugios con pocas camas
El 23 de diciembre se conocía, a través de Crónicas del Caribe, sobre la habilitación de un albergue con capacidad para 80 personas, pero el total de viajeros asciende a 283. La representación diplomática dice no tener dinero para dar comida a los que se encuentran en el albergue.
Miembros de la fundación Venex Curazao denunció, que, aunque los vuelos tenían la denominación de “humanitarios” no eran gratuitos, pues los viajeros pagaron 700 florines por los boletos (388 dólares). Adicionalmente, debieron cancelar el importe para las pruebas de PCR que se exigen para salir de la isla, y que también son obligatorias para ingresar al aeropuerto internacional Simón Bolívar de Maiquetía y al Josefa Camejo (Las Piedras) en Falcón. Los vuelos programados tenían estas dos terminales aéreas como destino, reporta Crónicas del Caribe.
33 migrantes en huelga de hambre
Como una medida para exigir atención médica, un total de 22 mujeres y 11 hombres, migrantes venezolanos detenidos en noviembre, comenzaron una huelga de hambre el pasado 22 de diciembre. En un video difundido en Twitter, los migrantes venezolanos denuncian que tienen sarna, Covid y que hay pacientes operados del hígado que no han recibido atención médica.
“Esta huelga de hambre la mantenemos como una presión pacífica para llamar la atención de la buena voluntad tanto del primer ministro de Interior y Justicia de Curazao, así como del primer ministro de Curazao y las instituciones de Derechos Humanos” se escucha en el video.
El pasado 23 de noviembre de 2021 la Guardia Costera de Curazao detuvo a este grupo de 33 migrantes venezolanos en una embarcación localizada en aguas de su territorio, al sur de las Antillas.
Amnistía Internacional denuncia a Curazao
Una delegación de Amnistía Internacional (AI) Países Bajos denunció el sábado 19 de diciembre, que el Gobierno de Curazao rechazó recibir a sus representantes y les prohibió visitar los cuarteles de la isla donde están migrantes venezolanos detenidos.
La misión tenía el objetivo de tratar con el Gobierno de Curazao sobre las supuestas violaciones de los derechos humanos contra los refugiados, denunciados en un informe de AI.
Con información de Crónicas del Caribe, EFE y Amnistía Internacional
Alquilar en Colombia para los migrantes y refugiados venezolanos es un valle de dificultades. Trabas de los mismos arrendadores, burocracia, precios exorbitantes y xenofobia alejan la posibilidad de tener un techo bajo el cual vivir. Aunque el país es el mayor receptor de la diáspora y está en fase de aplicación del EPTV, el mecanismo de regulación migratoria impulsado por el gobierno colombiano, el derecho a la vivienda parece un lujo para quienes llegan huyendo de la crisis en Venezuela.
Carlos Villasmil es venezolano, tiene dos años y medio viviendo en Bogotá, Colombia, y ha cambiado de vivienda en seis ocasiones. En todos sus procesos de mudanzas ha llegado a tener hasta 40 conversaciones con propietarios con los que ha pasado por toda clase de sobresaltos. “Siempre se me ha dificultado arrendar. Por mi nacionalidad me piden un montón de papeles que por más que uno intente conseguir es difícil”, narra el técnico electricista proveniente de Valencia, estado Carabobo.
El territorio colombiano alberga la mayor cantidad de migrantes y refugiados procedentes de Venezuela en el mundo: un total de 1,8 millones, de los cuales 9 de cada 10 requieren arrendar, de acuerdo con datos de la Encuesta de Calidad de Vida e Integración del Proyecto MigraVenezuela, publicada en febrero de 2021.
Conseguir el alquiler, sin embargo, se ha convertido en una carrera de obstáculos, que incluyen precios exorbitantes y trámites burocráticos que se complejizan para los extranjeros sumado a la actitud de propietarios de casas y apartamentos, quienes en muchos casos descartan a priori a venezolanos porque los consideran clientes riesgosos o simplemente por xenofobia. Para muchos de los que llegan huyendo de la crisis venezolana, tener un techo bajo el cual vivir es casi un “lujo”.
El papel del estatus migratorio
En la búsqueda de vivienda, el estatus migratorio es uno de los factores que más genera complicaciones y apenas en octubre comenzó la entrega de los primeros documentos del Estatuto de Protección Temporal para Migrantes Venezolanos (EPTV), el mecanismo de regularización con el que se pretende arropar principalmente al 53% de los venezolanos sin documentación y brindar acceso a servicios de bancarización, salud y por supuesto, arriendo.
A medida que este proceso avanza, no obstante, algunos refugiados y migrantes regularizados o no, se ven obligados a pactar con los arrendadores a través de contratos verbales que los dejan en una situación de riesgo, lo que se evidenció masivamente con la epidemia de desalojos que siguió a la pandemia del Covid-19.
“Estoy aquí desde diciembre de 2020 y todos mis arriendos no han sido escritos por lo que muchos de mis arrendadores se aprovechan de cambiar las cosas a su favor. En varias oportunidades me han desalojado por lo mismo”, explica Maribel García (nombre reemplazado a petición de la fuente), venezolana de 64 años en Bogotá, capital colombiana.
La Encuesta Regional de Desalojos de las Personas Refugiadas y Migrantes de Venezuela de la plataforma R4V alertó precisamente que este tipo de pactos se vinculan con una mayor probabilidad de desalojo y viviendas precarias. “Los contratos verbales (…) se asocian con una menor seguridad de la tenencia de las viviendas y pueden producir, más fácilmente, interpretaciones diferentes del alcance de lo acordado y producir conflictos entre las partes. Los contratos verbales, además, por lo general, no llegan a resolverse por las entidades encargadas de impartir justicia o encontrar alternativas de mediación”, advierte el informe.
La directora de la Clínica Jurídica para Migrantes de la Universidad de los Andes, Laura Dib, fue partícipe de la defensa de venezolanos desalojados a mediados de 2020 y explica lo siguiente al respecto: “El contrato verbal legalmente tiene el mismo peso que uno escrito, pero en la práctica te deja en mayor vulnerabilidad, y durante la crisis del año pasado muchos desalojos no fueron ni jurídicos ni administrativos sino arbitrarios, lo que llevó a que muchos afectados no tuvieran en qué apoyarse”.
Del otro lado de la moneda tampoco es tan sencillo para los venezolanos con estatus regular obtener un contrato de arrendamiento formal ya que deben cumplir con una serie de requisitos que son difíciles de tener hasta para los propios colombianos: presentar una carta laboral, poseer ingresos por el doble del canon del alquiler, tener historial crediticio y disponer de un codeudor o un fiador finca raíz, una persona que garantiza el pago de las obligaciones y dispone de una propiedad a su nombre como respaldo en caso de incumplimiento.
¿Cómo viven los venezolanos?
El tipo de vivienda en el que viven la mayoría de las personas provenientes de Venezuela también genera preocupación en las investigaciones desarrolladas al respecto. El proyecto Migración Venezuela reflejó en su informe de calidad de vida que un 73% estaba alojado en casas o apartamentos, pero más de una cuarta parte residía solo en cuartos, principalmente en las regiones del Caribe y Oriente.
En julio de 2020, la plataforma R4V reseñó que hubo un incremento del hacinamiento producto de la pandemia en un reporte titulado Evaluación conjunta de necesidades ante la Covid-19. “Un 67% de los hogares venezolanos se encuentran en situación de hacinamiento, considerando que esta se configura cuando hay más de tres personas por cuarto o habitación”, precisa.
Las barreras del empleo y la xenofobia
También el empleo es un elemento estrechamente relacionado con la obtención de vivienda y así lo demostró R4V en su sondeo de desalojos. La plataforma puntualizó que alrededor de 7 de cada 10 venezolanos cubría sus alquileres con recursos propios mientras que el resto con préstamos de un familiar o amigo, o asistencia del Gobierno u de alguna ONG. Además, el estudio de MigraVenezuela expuso que, a finales de 2020, solo el 48% estaba trabajando mientras que un 7,1% buscaba empleo.
La investigadora del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello, Ligia Bolívar, coincide que el empleo es una de las mayores barreras para el acceso al hogar. “El primer paso que se debe dar, sobre todo para la integración, es que la población venezolana pueda acceder a empleo formal, al sistema bancario y con ello, mejorar sus posibilidades de obtener una vivienda”, alega.
Los venezolanos consultados para este reportaje también subrayaron que se sienten discriminados por su nacionalidad y que la xenofobia tiene impacto en el proceso. “Cada vez que me escuchan el acento me lo niegan sin explicaciones muy claras o no me responden más, a pesar de que tengo cédula de extranjería”, relata Alberto Marín (nombre reemplazado a petición de la fuente), diseñador gráfico con cinco años en la capital colombiana.
Mientras, María Saavedra desde Medellín asegura que existe un estigma sobre el comportamiento del venezolano. “Algunos arrendadores me han llegado a decir que no quieren arrendarle a uno porque hacemos mucho ruido o somos desordenados. Pero eso es generalizar, no todos somos así”, se defiende.
Adriana Perafan Florez, representante legal de la Fundación Siembra con Amor en Cali, ha podido apreciar este rechazo durante su trabajo con población migrante. “Es lamentable, pero en algunos lugares dicen expresamente que no quieren venezolanos y los arrendadores se apoyan que ellos deciden a quienes les arriendan y a quienes no porque esa es su propiedad”, describe.
Algunos dueños también se defienden alegando que más allá de un tema de xenofobia, les preocupa que su arrendatario tenga la capacidad de pagopara cubrir el alquiler. Arminda Arboleda, con más de 20 años arrendando cuartos en su casa en el centro de Bogotá, asegura que desde la llegada de venezolanos no ha reparado en su nacionalidad.
“Siempre les pregunto en qué trabajan porque me interesa que al final de mes tengan cómo cubrir su arriendo. Por eso, no me importa si es colombiano, venezolano, cubano, mientras cumplan con lo acordado y por supuesto, acaten las normas de convivencia”, refiere.
El Gobierno colombiano ha detectado la vulnerabilidad por la que atraviesa la población venezolana en el tema de vivienda. Por ello se ha aliado con ONU-Habitat, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y el Banco Mundial para diseñar planes de alquileres y el lanzamiento de pilotospara ampliar el apoyo para el arrendamiento y la construcción de desarrollos de viviendas para migrantes.
Mientras estos planes avanzan, sigue manteniéndose como todo un desafío para los venezolanos conseguir techo en Colombia una vez salen de su país. Para los expertos entrevistados solo la integración social y la aplicación clara de mecanismos de protección internacional como el EPTV podrían contribuir de forma efectiva y a largo plazo para allanar el camino hacia el derecho a la vivienda.
Bolívar: Solicitantes de refugio se ven más afectados para accede a viviendas
La profesora universitaria Ligia Bolívar destacó que a los solicitantes de refugio en Colombia se les pide un documento que los autorice a trabajar como una visa ya que el propio salvoconducto de la petición no les funciona, un hecho que les restringe la posibilidad de tener vivienda.
“En este caso estás poniendo a un refugiado en la misma condición de un migrante cuando no debería ser así porque es una persona que salió de su país en contra de su voluntad y no se puede pretender que tenga un pasaporte para solicitar una visa. Una visa requiere que tú demuestres que tienes medio lícito de vida, pero, ¿cómo lo haces si no te permiten trabajar o tener un contrato de trabajo? Por otro lado, una visa es costosa y los trámites de refugio se supone que deben ser gratuitos precisamente porque se trata de personas con necesidad de protección”, explica la catedrática.
Dib: El EPTV podría ayudar a arrendar siempre que su aplicación sea clara
Para la directora de la Clínica Jurídica para Migrantes de la Universidad de los Andes, Laura Dib, el Estatuto de Protección para Migrantes Venezolanos (EPTV), impulsado durante 2021 por el Gobierno colombiano, es un importante paso para la regularización de los venezolanos y el ejercicio de sus derechos; sin embargo, le preocupa que ocurra como con el Permiso Especial de Protección (PEP) cuyo alcance no quedó claro durante su aplicación.
“Con el PEP no se sabía qué se podía y qué no se podía hacer con él. Incluso, se desconocía si permitía abrir una cuenta bancaria. Con el EPTV no puede pasar lo mismo. Debe venir con una integración de instituciones que respalden su alcance para que los venezolanos puedan acceder a servicios y por supuesto, arrendar sin inconvenientes”, argumenta.
Esta producción fue desarrollada en el marco del curso Puentes de Comunicación II de la Escuela Cocuyo, apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.
Según el organismo, 500 migrantes venezolanos han estado cruzando diariamente a pie al norte chileno, asumiendo grandes riesgos.
La Agencia de la ONU para los Refugiados de Naciones Unidas (ACNUR) reportó un “creciente aumento” de migrantes venezolanos llegando a pie al norte de Chile a través de puntos ciegos.
En un comunicado de prensa, la agencia dijo que “desde noviembre de 2021, entre 400 y 500 personas refugiadas y migrantes de Venezuela han estado cruzando la frontera entre Bolivia y Chile diariamente” a través del desierto de Atacama.
El desierto, en frontera norte de Chile, es catalogado por las autoridades locales como un lugar inhóspito y de alta peligrosidad. ACNUR advierte que los migrantes inician la travesía por el lugar “sin la vestimenta adecuada para protegerse de las condiciones climáticas extremas del desierto”.
La agencia también explicó que, durante el trayecto, los venezolanos se exponen a ser explotados sexualmente, así como al abuso de grupos criminales.
Garantizar ayuda humanitaria
Rebeca Cenalmor-Rejas, jefa de la Oficina Nacional de ACNUR en Chile, explicó que debido al aumento de migrantes en la zona “ACNUR está fortaleciendo su respuesta en la frontera norte, a modo de apoyar a las autoridades nacionales, regionales y locales en la mejora de las condiciones de recepción de estas personas”.
ACNUR estima que para el próximo año necesitará un total de 20,3 millones de dólares para poder garantizar asistencia humanitaria adecuada y apoyar a los cerca de 448.100 venezolanos que viven en Chile.
El organismo ha reconocido que la cifra no cuenta a los miles de migrantes que “han ingresado al país a través de cruces fronterizos irregulares”.
El proceso migratorio venezolano, que se agudizó a partir de 2015, afecta de manera directa a las culturas indígenas. En el caso de los wayuu, el hecho de que la madre abandone el hogar significa un cambio en la estructura familiar, pues la madre es la encargada de transmitir la tradición oral. Para los jivi, dejar su hogar es un quiebre que llevan en silencio, porque para los pueblos originarios el territorio lo es todo y en ocasiones, ese arraigo los obliga a regresar a sus raíces. Este trabajo explora la situación particular de dos pueblos indígenas venezolanos afectados por la migración venezolana actual.
ajapona, napuijoba y nawieba son palabras que en idioma jivi significan irse lejos, despedirse y regresar. En los últimos cinco años han tomado la voz de este pueblo originario del estado Amazonas, para escucharse en circunstancias muy distintas a las que ancestralmente estaban destinadas.
Anteriormente, cuando los jóvenes de una familia indígena salían de su hogar, se usaban estas palabras para hablar de esos muchachos que iban a estudiar fuera de su comunidad, en otro municipio, o en otro estado de Venezuela. Hoy se escuchan para referirse a algún miembro de este pueblo que decide irse muy lejos de su territorio, a otro país, en busca de trabajo y alimentos.
Ounushin, ounowa son términos que usan los wayuu cuando alguien de su pueblo debe salir de su territorio. Según un reportaje realizado por ACNUR en el 2018, más de medio millón de personas venezolanas, entre ellas parte de la comunidad wayuu, han cruzado la frontera hacía Colombia, donde aspiran encontrar oportunidades de trabajo para mantener a su familia.
Dentro de la cultura wayuu la madre es el pilar de la casa por ser la figura presente, la encargada de transmitir la cultura a través de la oralidad. Pero es la vulnerabilidad a los derechos humanos de sus hijos y ellas mismas, lo que las empujan a salir de sus comunidades, las cuales nunca habían abandonado.
Desplazamiento forzado
Si bien muchas familias han migrado juntas, también hay madres que se han ido solas, dejando un vacío en sus hogares. A juicio de José David González, coordinador de los derechos humanos, para los pueblos indígenas el insilio no es de quien se siente extranjero en su propia tierra, sino del que vive desde adentro la migración y ve cómo poco a poco se van perdiendo los valores que le han permitido mantenerse arraigado a su territorio. Esto ha generado que a su cultura hayan llegado otros modos de vida y formas de expresión que, incluso, se nombran en su idioma original.
De acuerdo a las cifras actualizadas el 24 de noviembre de 2021 por la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela, en el mundo hay 6.038.937 venezolanos en estas condiciones. Un desplazamiento forzado que en 2015 tomó formas más vulnerables. A este proceso se sumaron los indígenas, quienes por las mismas razones han dejado su territorio: escasez de alimentos y medicamentos, bajo poder adquisitivo, desempleo o falta de un empleo digno.
Desde el año 2018, las agencias de las Naciones Unidas comenzaron a alertar sobre la migración forzada de los pueblos originarios. En julio de 2019 la alta comisionada de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas (Acnudh), Michell Bachelet, reconoció la violación de los derechos humanos de los pueblos indígenas en el informe anual que presentó en el 40° Periodo de Sesiones del Consejo de DDHH de la ONU, en el cual precisó:
“La situación humanitaria ha perjudicado (…) los derechos económicos y sociales de muchos pueblos indígenas, especialmente sus derechos a un nivel de vida digno, incluido el derecho a la alimentación, y su derecho a la salud. Hay violaciones de los derechos colectivos de los pueblos indígenas a sus tierras, territorios y recursos tradicionales”.
Wayuu y jivi comparten historias
El derecho colectivo de guardianes del territorio que por milenios han habitado es la afectación más palpable impuesta por el desplazamiento forzado a los pueblos originarios. Esto pudiera explicar que por su cercanía con Colombia, es a este país donde principalmente parten los indígenas venezolanos. Lo hacen caminando por el desierto de la Guajira o navegando en canalete por las aguas del río Orinoco: wayuu y jivi son dos pueblos originarios que se entrelazan en estas historias.
En el estado Zulia, en el occidente de Venezuela, están los Wayuu, un pueblo binacional que por el lado colombiano tiene 380.460 personas, según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) de 2018 y por el lado venezolano 413.437 habitantes censados por Instituto Nacional de Estadística (INE) en 2011.
El estado Amazonas, al sur de Venezuela, cuenta con 23.953 miembros de la etnia jivi, según el censo de 2011, mientras que en Colombia los jivi, guahibo o sikuani (como se les conoce en ese país), suman 52.361 personas, en los llanos orientales, precisó el DANE en 2018.
Según el censo del 2011, los wayuu son el pueblo indígena con más habitantes en Venezuela. Los jivi forman parte de los cinco pueblos indígenas más representativos del estado Amazonas, en donde confluyen 21 pueblos indígenas.
Si bien los desplazamientos han formado parte de la cultura ancestral indígena, para Pablo Tapo, coordinador general del Movimiento Indígena de Amazonas en Derechos Humanos (Moinaddhh), el éxodo que se presenta en Amazonas y en otros estados donde habitan los pueblos originarios como Zulia, Bolívar y Delta Amacuro, ha devenido en una pérdida de su acervo histórico.
Es un mundo de saberes que se va desvaneciendo con la ausencia de quienes se han ido por diversos motivos. El Informe Migración Indígena, presentado por el Observatorio Derechos Humanos durante el año 2019, reveló que las principales razones de esta población para migrar fueron la búsqueda de oportunidades y el empleo con 55%, seguido del hambre con 42%.
Regresar en unuma (unión)
Unuma para el pueblo indígena jivi significa unión. Fue esa palabra la que palpitó en Ligia Pérez y la que la hizo regresar a su comunidad en Platanillal, Amazonas. En 2020 partió con sus hijos y su esposo a Puerto Carreño, capital del Departamento de Vichada, Colombia. Se fue con la idea de conseguir trabajo para solventar el déficit alimenticio de su familia.
La Asociación Civil Kapé Kapé elaboró un estudio en 2020 sobre la migración que ha tenido lugar en el estado Amazonas, tomando como muestra 20 encuestas en la comunidad de Platanillal, en donde se determinó que 64% de la población había migrado de manera permanente y 36% lo había hecho de forma temporal.
Datos similares se levantaron en el informe del Grupo de Investigaciones sobre la Amazonía (GRIAM), que presentó su director Luis Betancourt en abril de 2021. La investigación señala las causas más importantes del desplazamiento de las poblaciones indígenas: agudización de la crisis económica y política, escasez de alimentos, presencia de grupos armados, mercados ilegales de gasolina, invasión de territorios, minería ilegal.
Ligia cuenta su historia
Los indígenas que se desplazan hacia Puerto Carreño se establecen en “asentamientos”. Según la Secretaría de Desarrollo Social y Asuntos Indígenas de la Gobernación del Vichada, existen 25 en la ciudad de este Departamento colombiano. De acuerdo a las declaraciones ofrecidas para el informe de GRIAM por Manuel Aguilar, coordinador de Asuntos Étnicos de la referida Secretaría, estos asentamientos han aumentado desde hace cinco años.
“Se trata de viviendas improvisadas hechas de láminas de zinc, plástico, telas y demás elementos que sirvan para cubrirse del sol y la lluvia; sin ningún tipo de servicio público conforme a las normativas de urbanismo local y control de riesgo”, precisó Aguilar. Añadió que en los datos que manejan hay aproximadamente 1.000 indígenas y 3.000 no indígenas procedentes de Venezuela viviendo bajo estas condiciones.
Por su parte, Ramón Ponare, capitán de la comunidad de Platanillal, indicó que contabilizaron 10 familias de la comunidad jivi que migraron. Consideró que “la situación hizo que se fueran porque en Amazonas, entre los años 2017 y 2019, desaparecieron los artículos de primera necesidad”. Sin embargo, precisó que algunos están regresando porque en el vecino país no encontraron lo que buscaban, mientras que otros miembros de la comunidad retornaron a labores antiguas para ser autosustentables: pesca, caza y artesanía.
En este último grupo es donde se encuentra Ligia, una mujer que luego de pasar ocho meses en Puerto Carreño, Colombia, regresó a su casa para trabajar en la cestería y en el conuco, y así proporcionar el alimento a sus hijos.
Cira Palmar
Cira Palmar, mujer wayuu de 73 años, habitante del municipio Guajira, es madre de una migrante venezolana, quien tuvo que irse de su tierra a causa de las condiciones en las cuales vivía.
Su vivienda actual es una estructura débil, confeccionada a partir de latas desgastadas por la lluvia y el salitre. Su hogar no cuenta con servicio eléctrico porque no tiene dinero para comprar los cables y, mucho menos, para pagar la instalación que tendría que hacer. El agua que consume es salada, la saca de un pozo artesanal (hecho por ella y su nieta mayor) en el patio de una vecina. No tiene un trabajo formal pero, cada vez que sus piernas se lo permiten, camina hasta la playa de Caimare Chico a pedir peces para comer y cambiar algunos por otros alimentos; otras veces su nieta de 20 años es quien asume ese trabajo. No hay gas doméstico, ni por tubería ni en bombonas. Cira, sin temerle a sus 73 años, se vale de toda su fuerza para cortar la leña que avivará el fuego y servirá para cocinar los alimentos de sus nietos.
Tiene a su cargo cinco niñas y dos niños, tienen entre 1 y 15 años. Aunque están matriculados, generalmente no van al colegio: durante el tiempo de pandemia han estudiado con su tía en casa, con una guía fotocopiada y según sus conocimientos. Las clases virtuales son una utopía para ellos, pues no hay teléfono en su residencia, mucho menos Internet o televisión.
Como tú no hay otra, como tú no hay otra madrecita, tu ausencia es un vacío,
estar separado de ti es ser huérfanos, ven pronto madrecita,
sin ti es un caos interminable, ven pronto que te necesitamos,
cuánto daríamos por tenerte a nuestro lado, ven madrecita, ven ya.
Isidro Uriana, poeta wayuu, resalta que la ausencia de la mamá en una vivienda wayuu, representa la pérdida de la esencia de la familia. Por más que la abuela asuma su papel, los niños mirarán a su madre de una manera diferente, pues no convivió con ellos, no fue parte de su proceso de crecimiento y no fue quien les mostró la manera de hacer las cosas, según su tradición. La abuela pasa a ser madre por segunda vez, debido al proceso migratorio, y la madre biológica, pasa a ser el padre del hogar ante la mirada de los pequeños.
Los procesos migratorios generalmente son dolorosos en cuanto a los lazos afectivos se refiere, pero para las comunidades indígenas implican mucho más que sentimientos. Para el wayuu la familia es lo más importante y el hecho de que una madre deba irse, dejando a los más pequeños bajo el cuidado de la abuela, por ejemplo, genera una ruptura en la tradición de este pueblo originario.
De acuerdo con declaraciones de Johanna Reina, asistente de protección de la oficina de ACNUR en Colombia, publicadas en un artículo de Universidad de los Andes al ser “obligados a salir de Venezuela, los wayuu, waraos, barí y yukpas, entre otros, tienen dificultades para acceder a los servicios básicos debido a la falta de documentación (…). Se enfrentan a desafíos de pérdida de identidad, incluyendo su idioma, y un dramático deterioro de sus estructuras organizacionales”. La identidad como pueblo originario se queda atrás, no solo en su territorio sino en las costumbres y lo que diariamente comparten como familia. Allí donde la oralidad que se escucha desde niño es lo que fortalece el idioma indígena y lo que paulatinamente se está desdibujando cuando los wayuu y los jivi dejan su gran casa.
Bien lo señaló la antropóloga María Eugenia Villalón, cuando fue citada en un trabajo del Iam Venezuela sobre la pérdida de idiomas indígenas en el país. Existen indicadores que advierten el debilitamiento de las lenguas: cuando los hablantes dejan de utilizarlas, cuando se usa solo en casa o en reuniones de grupos indígenas, cuando se deja de transmitir a las generaciones siguientes.
Ausencia y pérdida resumen esos desplazamientos de los pueblos originarios. Es una huida que, en el caso de los jivi, ha dejado un vacío de saberes en la comunidad de Platanillal: docentes, personal obrero, personal de salud y estudiantes cruzaron la frontera por el sur. De una población de 700 personas, que ha contabilizado el capitán indígena Ponare, al menos 193 se fueron a Colombia en el año 2020, según censo levantado por los promotores comunitarios del lugar. La ausencia no solo afecta a una familia sino a una comunidad completa.
El regreso de Ligia
Tiene 47 años de edad y siete hijos. Su esposo es pescador y ella es obrera del sector educativo, pero también se dedica a la cestería y al conuco.
En el año 2020, en plena pandemia, decidió irse a Colombia con sus tres hijos más pequeños y su esposo. Primero se fue para buscar los útiles escolares de sus hijos, segundo por el alimento diario, porque como aseguró, “la situación que le han impuesto los gobernantes venezolanos a los indígenas es un atropello”.
En Colombia intentó trabajar con su artesanía, pero no pudo hacerlo. De acuerdo a lo narrado por Ligia, Parques Nacionales Naturales de Colombia prohibía este tipo de trabajo con planta de moriche, porque era ilegal. El empleo que sí consiguió fue como ayudante de cocina, pero como no tenía documentación legal colombiana, le pagaban la mitad de lo que podía ganar y se retiró.
Esa fue una de las causas que la motivó a regresar a su casa en Venezuela. Ella pronto decidió que era mejor estar en su comunidad, así sea pasando trabajo, pero buscando otras maneras de sobrevivir. Ahora teje bolsos y otras piezas de moriche para vender y alimentar a su familia. También cambia la comida por otros alimentos o por otros tipos de productos.
Ligia cree en la comunidad, en su tajamonae (familia), en boo (hogar), en que la memoria cultural de su pueblo se mantendrá si sus miembros no huyen a otro país. Según su experiencia en Colombia, “es mejor crear desde su propia cultura para resolver sus necesidades, que tajupona (irse lejos)”.
La comunidad lleva su registro de migración
El pueblo originario jivi, que habita en Platanillal, por el eje carretero sur del estado venezolano de Amazonas, se organizó para llevar un registro de cuántos indígenas han dejado su territorio en busca de mejores oportunidades. Así es como sus promotores comunitarios levantaron un censo, que comenzaron durante enero de 2020 de forma manual, con el fin de cuantificar el desplazamiento forzado que está viviendo en su comunidad.
Hasta octubre del mismo año escribieron sobre una plantilla de papel los datos de sus parientes. Para este reportaje se digitalizó esta data, se agrupó la información, según algunas variables, y se realizaron las gráficas que a continuación presentamos.
Este registro se detuvo durante el año 2021 debido a que los promotores culturales se enfocaron en asentar los datos sobre desnutrición en la comunidad local jivi.
Este material digitalizado es un aporte de nuestro equipo periodístico en agradecimiento a la comunidad.
REPORTAJE ELABORADO POR MADELEN SIMO y EIRA GONZÁLEZ EN COLABORACIÓN ENTRE LOS MEDIOS EL ESTÍMULO Y RADIO FE Y ALEGRÍA.
PRODUCCIÓN REALIZADA EN EL MARCO DEL CURSO PUENTES DE COMUNICACIÓN II DE LA ESCUELA COCUYO. APOYADO POR DW AKADEMIE Y EL MINISTERIO FEDERAL DE RELACIONES EXTERIORES DE ALEMANIA.